Una estampa cafetalera de 1846

Nuestra historia y nuestro paisaje están unidos de manera indisoluble al café, cultivo originario de África pero acogido en el continente americano desde el siglo XVIII, donde halló cuna en la isla caribeña de Martinica. Mucho después, a inicios del siglo XIX, fue el gobernador español Tomás de Acosta quien lo trajo a Costa Rica, donde los agricultores lo acogieron con la cautela que provoca todo nuevo cultivo o innovación tecnológica.

 

De tan aldeana que era nuestra capital, fue en su punto más céntrico, exactamente en la intersección de la actual Avenida Central con la Calle Central, apenas una cuadra al norte de la Catedral Metropolitana, donde se estableció el primer predio de café. Fue gracias a la mano del cura Félix Velarde Umaña que ese cultivo debutó en el entorno centroamericano. En el patio de la solariega casa que habitaba crecieron bien aquellas hermosas y altas matas de reluciente follaje, de flores blancas, cuyo enervante efluvio se suma al del suelo empapado por las primeras lluvias, así como de las copiosas bayas de intenso rojo.

 

Después, gobernantes de la estatura de Juan Mora Fernández y Braulio Carrillo Colina, con visión de largo plazo -como es propio de los genuinos estadistas- supieron captar el potencial que ese cultivo encerraba para nuestra frágil economía, así como para el desarrollo de una democracia robusta, fundada en las libertades individuales, pero también en las oportunidades de ingreso constante para amplios sectores de la población. Ellos y otros crearon instrumentos para propiciar la caficultura, ya fuera mediante la dotación de tierras, el crédito o la exención de impuestos.

 

Ya en 1820, el año previo a nuestra Independencia, se realizaba la primera exportación del grano, hacia Panamá, en un volumen de apenas 125 libras, como preludio del éxito que sobrevendría con los años. En primer lugar, en 1832 el comerciante alemán George Stiepel exportó café a Valparaíso, desde donde se reexportaba a Europa. Al año siguiente, aprovechando el envío de un cargamento de 2500 quintales de palo brasil (Haematoxylon brasiletto), de gran valor como fuente de tinte para textiles, el bergantín Emulous transportó 250 quintales de café a Liverpool, siendo este el primer lote de nuestro grano remitido a Inglaterra en forma directa.

 

Ahora bien, el primer volumen cuantioso que se exportó data de 1839, cuando Stiepel y su paisano Edward Wallerstein acopiaron café por un monto de 2400 quintales y lo enviaron a Chile en la goleta Halcyon. Dicho navío retornó ese mismo año a Puntarenas, para acarrear 220 quintales de café, despachados por el inglés Juan Dent.

 

Fueron estos éxitos comerciales los que propiciaron que años después, desde Chile, apareciera en escena el marino y comerciante inglés William Le Lacheur -dueño de la Halcyon-, quien en junio de 1843 arribó en la barca Monarch, para transportar nada menos que 5500 quintales de café, esta vez directamente hasta el mercado londinense. Así se inauguró una ruta de exportación que duraría 44 años; cabe indicar que algunos años, Le Lacheur envió hasta cuatro barcos cargados de café. Debo toda esta información al especialista Jorge León Sáenz.

 

Es este el contexto histórico que permite entender mejor un elocuente texto que, a manera de editorial y con el título “El café”, apareció en el periódico “El Costa-Ricense” del 5 de diciembre de 1846 (No. 4, p. 13A). Por entonces, nuestro Jefe de Estado Provisorio era José María Alfaro Zamora, y en ese mismo número se anunciaba que, a partir del 1° de diciembre, él tomaría dos semanas de licencia, por lo que lo reemplazaba José María Castro Madriz, su Vice-Jefe; asimismo, don Juan Rafael Mora Porras asumía de manera temporal el puesto de Ministro de Relaciones Exteriores y Gobernación.

 

Recién hallé este artículo, y lo transcribo a continuación, para compartirlo con los lectores, inducido por estos días de impecable cielo azul, bandolas rebosantes de bayas, y canastos aromados a miel silvestre, así como de agitados y bulliciosos cafetales, que tanto disfruté en mi infancia y adolescencia, ya fuera correteando en ellos, o hasta como recolector de café.

 

Proveniente de un testigo de excepción, este es un testimonio de primera mano acerca de aquellos bonancibles tiempos. Escrito en un tono más bien lírico, en él se conjugan aspectos de carácter climático, agroecológico, geográfico, paisajístico, sociológico, comercial y económico, todo ello en torno a cómo ese venturoso cultivo modificó  por completo la vida del país, hasta convertirse en parte esencial de nuestra identidad como nación.

 

“Pasó la estación de las lluvias y tempestades, y desaparecieron las nubes que oscurecían el horizonte. A los torrentes de agua y truenos eléctricos, y a la oscuridad de los días, se ha sucedido la calma, la claridad y la sequedad de la atmósfera.

 

Una hermosa bóveda azul, tachonada de blanco y ceñida por bandas rojas de vistosos celajes, anuncian el cambio de la estación. Los caminos inundados y cubiertos de fango se secan, y se hacen transitables en todas direcciones; todo se anima y regenera, y los hombres se preparan a las fatigas, según la sucesión de las estaciones, consiguientes a la latitud y altura en que habitan.

 

Pocos países habrá que en igualdad de circunstancias se agiten y muevan tanto como el nuestro en la estación del verano. La industria agrícola y comercial pone en acción a todos los individuos de la sociedad, y un solo artículo preside a tanta actividad.

 

Ochenta o cien mil quintales de café que se producen anualmente, ocupan cinco o seis meses a los dos sexos y a todas las clases del pueblo, de suerte que en Costa Rica se realiza más que en otra parte la opinión del Sr. [Alejandro] Dumont, cuyo escritor cree que la bebida del café ha cambiado la faz de muchos países. En efecto, está fuera de duda su influencia sobre el sistema nervioso de los animales y especialmente del hombre, y entre nosotros tal influencia es proporcional sobre todos los órganos sociales.

 

Literatos y artistas, ricos y pobres, todos han merecido algo de su poder, que se ha extendido hasta sobre los artículos más comunes y necesarios a la vida, no obstante que el aumento de valores que se ha producido parece fuera de proporción, comparado con el progreso de la industria: el caso es, que realmente se ha operado en todas las cosas un cambio muy notable debido a la influencia del café.

 

Por todas partes donde las praderas ofrecían a los ganados abundantes pastos, encuentra el viajero sorprendentes plantíos de café, que en abril presentan la más linda perspectiva de arboledas matizadas de verde y blanco, y en diciembre frondosas palmas donde contrasta el verde de las hojas con los grupos tintos del fruto. Yuntas de bueyes, fieles servidores y compañeros del labrador costarricense, poblan los caminos, las haciendas y las ciudades, ya surcando la tierra, ya concurriendo al beneficio del café, y ya conduciéndolo a  los puertos.

 

Cubiertas con su sombrerito de palma y provistas de una canasta de mimbre, se ve a las jóvenes ocupar las calles de los cafetos, que cosechan entre chistes y canciones provinciales; y entre tanto, cuadrillas de jornaleros reparan el camino en toda su extensión para que la arriería transite fácilmente. Todo es movimiento, en esta época en que se agita el comerciante, el hacendado, el menestral y el empleado, y en que el puerto presenta un teatro de más actividad durante la feria de abril y mayo. Puntarenas es hoy una agradable población donde las casas de madera bien construidas han sustituido las malas barracas que antes se veían, donde las tiendas surtidas de mercaderías de toda clase de diferentes países deleitan más la vista y dan idea del comercio que allí comienza a desarrollarse, y donde el café solo al pasar ha producido tantas mejoras.

 

En todo el verano, el país presenta el aspecto de una gran familia agrupada y absorta en el trabajo. El puerto ya no es hoy como en otro tiempo, solamente un lugar de paseo, donde a pretexto de la salud se trasladaban las familias; es también un lugar de negocios, donde buscan la moda los galanes, y la satisfacción de las necesidades y placeres los esposos y padres de familia; donde el gastrónomo va tras el vino y el jamón, y el ocioso tras el pasatiempo; y donde todos van por dinero.

 

Un pueblo deseoso de mejoras, y cuyos naturales y vecinos quieren ser todos propietarios, un pueblo naturalmente inclinado al orden, siempre ofrecerá una masa compacta donde se estrellen los proyectos de división y trastorno que vanamente pudieran soñarse, pues en verdad solo en sueños pueden verse fatalidades y funestos sucesos en una época de progresos y de bienestar general, y bajo la salvaguardia de las leyes y de una Administración justa y generosa”.

 

En fin, un vívido texto, con olor y sabor a este entrañable terruño, evocativo de soles diurnos, noches frescas, callejuelas empolvadas, canastos de fibra, arrieros agolpados en las abruptas cuestas y cerradas curvas de los Montes del Aguacate al tirar de sus bueyes entre el sordo traqueteo de carretas colmadas del grano, más el estero de Puntarenas frenético de botes, bongos, piraguas y lanchas, acarreando la carga hacia los grandes barcos.

 

Tristemente, tanta bonanza sería vulnerada un decenio después por la guerra que debió librarse contra el invasor filibustero, así como por la devastadora epidemia del cólera morbus. Pero, superado tan fatídico trance, el café continuó invicto su incesante marcha por nuestra historia, sobre todo como motor de desarrollo del sector rural, para contribuir de manera decisiva en la sentida aspiración de robustecer y afianzar nuestra democracia.

 

 


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