Enfoque
Publicado por Jorge Vargas Cullel en feb 4, 2013 en Articulos | 0 comentariosSegún diversos estudios, somos uno de los países más felices del mundo y, sin embargo, llorar aquí, más que un verbo, es una institución. Así es: en Costa Rica todos lloramos: “Andá y echale una llorada a ver si…” O: “Todos le lloramos y el mae aflojó”. Llorar forma parte de la vida social, algo normal y hasta esperable y no implica deshonra alguna: el duro empresario llora con tal de conseguir un buen trato; el estudiante llora para que le suban la nota; la doñita en la fila, para que le den el papel que necesita. Digámoslo así: bañarse, llorar y cepillarse los dientes son tres normas del manual de urbanidad tico. Más aún, no llorarle a alguien puede ser mal visto, como si el individuo en cuestión fuere tan insignificante que no amerita determinarlo. Llorar es reconocerle valía social.
En Costa Rica llorar no necesariamente tiene que ver con sentimientos de tristeza, dolor o angustia. A veces sí, pero en general lloramos sin lágrimas porque hemos redefinido su significado. Cuando Varguitas le llora a alguien, lo que le pide es un quiebre, la aplicación de normas no escritas a su situación para obtener un resultado favorable. Pide, en resumen, un favor apelando a un deber ser superior según el cual se comete una injusticia denegando la petición. En la llorada hay un triple reconocimiento: primero, que el destinatario del lloro está en una posición superior, capaz de conceder la gracia; segundo, que tanto el llorado como el llorón tienen suficientes vínculos comunes como para obligar a la solidaridad; y tercero, que hoy por mí y mañana por ti: hay cierta reciprocidad difusa implicada en el favor solicitado. Por eso llorar nunca puede ser confundido con amenazar, su opuesto, ni con sobornar.
¿Por qué lloramos tanto en este país? Obviamente, para obtener ventajas. Igual que en el resto del mundo, pero ellos no se la pasan llorando. Cierto, llorar revela que a la par de las reglas formales, leyes y papeles, tenemos el mundo de los entendimientos informales, muchas veces más importante y más empleado en la vida diaria. Empero, esto ocurre en muchas partes.
Creo que la llorada como institución está asociada con el individualismo y la autoridad: el llorón se siente un ser tan especial como para ameritar trato distinto; el poder es visto patrimonialmente como un mecanismo para dispensar favores y gracias –más que uno para adjudicar valores con base en normas aplicables a todos–; y tanto llorones como llorados están atrapados por una formalidad absurda. Llorar, como el choteo, son armas pre-ciudadanas: ambas aceptan el statu quo, aunque lo denigren, e inhiben el uso de los derechos para cambiar lo que anda mal, no solo para mí, sino para todos.
Lloremos, pues.
(La Nación)