En estas selvas de Sarapiquí

Alocución en el acto de conmemoración de la batalla de La Trinidad, organizada por la Municipalidad de Sarapiquí, con el apoyo del Ministerio de Educación, el sábado 22 de diciembre de 2012

 

Tuve la fortuna de ser alumno del escritor Carlos Luis Altamirano Vargas, en el Liceo de San José, quien años después fungiría como viceministro de Educación y obtendría el Premio Nacional Aquileo J. Echeverría en la rama de cuento.

 

Tras unos veinticinco años de no vernos, nos reencontramos en una grata tarde de tertulia, en su casa, donde me obsequió y autografió con gran calidez sus libros “Cuentos del 56″ y “Los símbolos nacionales de Costa Rica”. Pocos días después, no solo los leí con fruición, sino que el primero de ellos me cautivó y marcó de tal manera, que con los años me indujo de manera determinante a involucrarme a fondo en el estudio de aquella gesta libertaria, con genuino apasionamiento. Muerto él poco tiempo después, dejé constancia de mi sincera gratitud en la dedicatoria de mi libro “De cuando la patria ardió”, alusivo a la Guerra Patria.

 

Hoy, aquí, en la anchurosa desembocadura del río Sarapiquí, frente al caudaloso y magnífico río San Juan, deseo compartir algunos párrafos entresacados de uno de aquellos cuentos, intitulado “¿Dónde está el Sarapiquí?”. Pero, antes, es pertinente ubicarlo en su contexto histórico.

 

En efecto, después de sendos éxitos militares en Santa Rosa y Rivas, en la primera mitad del año 1856, y tras sufrir la devastadora peste del cólera morbus, don Juanito Mora y sus estrategas militares decidieron que el objetivo mayor era tomar la llamada vía del Tránsito, constituida por el río San Juan y el lago de Nicaragua. Era esa la ruta natural por la que el ejército filibustero de William Walker -por entonces electo presidente de Nicaragua-, recibía reclutas, armamento y vituallas para mantener su guerra, orientada a tomar las cinco repúblicas centroamericana para sumarlas a los territorios dominados por los poderosos esclavistas del sur de los EE.UU.

 

Aunque la vía natural para ir a pelear contra los filibusteros era el río Sarapiquí, era suicida hacer esto, pues en su desembocadura en el San Juan, en el sitio llamado La Trinidad, había un destacamento filibustero. Por eso, se decidió utilizar el río San Carlos -un territorio casi desconocido entonces- para, desde el embarcadero que había en Muelle, navegar en canoas hasta el San Juan y atacar desde el oeste a los filibusteros, justamente en La Trinidad. La toma de ese punto representaba el inicio de las acciones bélicas, que culminarían con la captura de todos los vapores enemigos, así como de los otros dos puntos militares clave: Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos.

 

Narra el cuento de Altamirano que, mientras la tropa pernoctaba en Muelle de San Carlos, Narciso Rojas, sintió el irresistible llamado del amor de su prometida Bernarda Obando. Gran lector y hombre culto, pues había estado cinco años en un seminario en España, ahora ayudaba a su padre en la finca que tenían en La Garita de Alajuela. Y tal era la fuerza de aquel llamado, que logró persuadir a Romualdo Herrera, vecino de Sarchí, para que desertaran, pero regresando a sus hogares por el río Sarapiquí, para evitar su captura y juzgamiento por traición a la patria.

 

Oigamos el conmovedor testimonio de Narciso:

 

Me dejé la bayoneta y le rogué a Romualdo que cargara el rifle, por ser él mejor tirador que yo. Lo agarró y se lo puso terciado a la espalda. Y cogimos hacia el este por el monte; los gigantes del reino vegetal levantaban al cielo sus extensas copas, envueltas en la neblina del amanecer. Caminamos sin parar cuatro horas, en dirección al sol. Al poco tiempo, se oscureció aún más la montaña y empezó a llover furiosamente. En algún momento nos sentimos perdidos, pero no dejamos de caminar tras el bendito Sarapiquí; al final, nos dejamos caer sobre el suelo fangoso, exhaustos por la jornada y por el hambre.

 

El extravío era triste realidad. ¡Perdidos en el interior de la selva! Al cabo de un rato, resolvimos avanzar de nuevo siguiendo una línea recta imaginaria. En realidad, todo parecía indicar que marchábamos a la buena de Dios. Selva. Selva. Siempre selva y más selva.

 

La atmósfera húmeda era abrumadora y oscureció temprano. Como si el adormecimiento de la selva fuera sinónimo de muerte, de súbito experimentamos el maléfico influjo de aquel laberinto de palos y nos ofuscó un miedo irracional.

 

Los efectos alucinadores de la selva se multiplican de noche. Se “ven” sombras irreales y se escuchan gritos horribles. Gritos peculiares que nadie ha oído jamás, gritos inciertos de allende el tiempo, gritos sin destinatario llegados del misterio, que repercuten espesura adentro a kilómetros de distancia, insistentes, obsesionantes… Se palpaba la influencia maligna de todo lo que nos circuía.

 

Aunque sentí que libraba una batalla inútil contra la selva en ese ignoto paraje, quise ir al encuentro de mi destino y luchar hasta mi último aliento. Cada oscurecer me consumía de espanto. Aquí, de noche, la imaginación de uno, llevada de sus angustias, crea sus propios ruidos, aunque reine transitoriamente en la montaña un silencio absoluto, sobrecogedor, cósmico, casi sagrado, que estruja el alma y la trastorna. Y no se sabe si el zumbido de millones de insectos pertenece a la selva virgen o al pánico que se apodera de uno.

 

Abrumadísimo, volví a ver la masa vegetal envolvente, torva, desesperante en su poder germinativo y cruel en toda la extensión de sus límites. No se escuchaba más que el golpeteo de mi pecho. El silencio crepuscular, ominoso, me paralizó en el acto. Podía oírse hasta la caída de una hoja.

 

¿Y el Sarapiquí? ¿Dónde estaba el Sarapiquí? ¿Hacia la derecha o hacia la izquierda? ¿Hacia delante o hacia atrás? ¿Dónde, Dios mío, dónde estaba el Sarapiquí? Recobré el ánimo y quise salir huyendo en el acto; pero tallos de diámetro descomunal me sitiaban por todos lados. Era imposible correr sin chocar contra esa imponente columnata de troncos. Y los árboles no solo se encontraban unidos arriba, por las ramas, sino también abajo, por las raíces.

 

De pronto sentí mareos y gran debilidad. ¡Qué lejos estaba de todo! ¡Qué lejos y solo! La selva entera me aplastaba el pecho y no podía respirar bajo aquel interminable domo. Caí de rodillas, implorante, y alcé el rostro hacia el cielo, y le supliqué al Creador que me sacara de aquel dédalo calamitoso, de aquella desolación inmensa, y que me infundiera coraje y vigor para no sucumbir allí, en terrible orfandad, sin que nadie me diera cristiana sepultura. En su eterna indiferencia, la selva no le perdona a nadie el mínimo descuido; pero se ensaña particularmente con los débiles, con los indefensos.

 

Esa. Esa misma, fue la selva que, ateridos por las incesantes lluvias, malcomidos, picados por insidiosos zancudos y mosquitos, así como expuestos al artero ataque de serpientes y felinos, debieron atravesar nuestros combatientes, para tratar de derrotar al invasor filibustero.

 

Lo hicieron desde Muelle de San Carlos, por las márgenes del río San Juan, y también desde Muelle de Sarapiquí, al igual que en la montaña adyacente al estero del río Sardinal.

 

Soportando tantas adversidades, y con los fusiles y la pólvora empapados, quizás flaquearon en algunos momentos. Pero no podían ni debían amedrentarse ni recular. Porque había un imperativo superior: la defensa de un territorio ubérrimo, así como de un conglomerado humano laborioso que había ido construyendo un país singular y ejemplar.

 

Atrás habían quedado las gloriosas faenas bélicas de Santa Rosa y Rivas, libradas bajo inclementes soles veraniegos. Atrás había quedado también la catástrofe humana provocada por el cólera. Ahora había que golpear al invasor en los espesos parajes ribereños del San Juan, a cualquier costo y riesgo.

 

Escucharon el latir de sus corazones, que en la intimidad les reafirmaba el compromiso con la patria asediada. Atendieron el llamado de la historia.

 

Y hoy, 22 de diciembre de 2012, a 156 años de la breve pero cruenta y determinante batalla de La Trinidad, desde este mismo sitio los evocamos para decirles: “Gracias. ¡Muchas gracias!”.

 

 


3 Comentarios

  1. María Elena López

    Muchas gracias Don Luko Hilje por recordarnos y de forma tan bella esta efemérides!! No puede ser más oportuna!!

  2. mario León

    Querido amigo Luko.
    excelente exposición. Sigue trabajando esos ensayos tuyos tan oportunos e interesantes.
    Mario León.

  3. José H. Villalobos Rodríguez

    Hermosa página la suya don Luko recordándonos la heroica batalla de “La Trinidad” y la impronta en las letras nacionales del insigne educador Carlos Luis Altamirano. Felicitaciones también a la Municipalidad de Sarapiquí por tan oportuna y patriótica iniciativa.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *

*

Puedes usar las siguientes etiquetas y atributos HTML: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>