Bajaba por una escalera ancha y majestuosa. Mis manos resbalaban por la caoba del pasamanos y sentían la madera pulida, pesada y oscura. La señora que me guiaba me llevó a un amplio y silencioso salón de lectura. Revisé los libros que puso sobre la mesa. Después salí. En la puerta me voltee y miré el hermoso edificio: la antigua Biblioteca, la Biblioteca Nacional de mi infancia. Respiré felicidad.
Por las calles sin huecos transitaban vehículos que no expelían humo. No había autobuses. Un peatón me aconsejó señalando hacia el Parque Morazán: “Lo mejor es tomar el tren”. A una cuadra vi acercarse un moderno y silencioso tranvía. “Es último modelo”, me dijo el peatón, “funciona con electricidad”. Ante mi expresión de sorpresa, exclamó: “¡Se nota que tenía años sin venir a Costa Rica! Seguro no sabe que ahora generamos la energía más barata y más limpia de toda América Latina”. “No, no sabía. ¿Cómo?” pregunté. “Con proyectos hidroeléctricos, geotérmicos y eólicos cuidadosamente escogidos, planificados y administrados por el estado, sin afán de lucro”. Mi boca se abrió. El señor dijo que iba a tomar el tranvía a Heredia. “Hay tranvías por toda la GAM”, dijo al despedirse.
Caminé hacia un barrio Amón rechinante de limpieza y unidad arquitectónica. Sus casas antiguas y no tan antiguas restauradas y cuidadas, y nada de aquellos adefesios modernos y destartalados. Subí por la avenida 9, llegué al barrio Otoya. Me acerqué adrede a la parte de atrás del edificio nuevo de la Cancillería y miré el caño: limpio. Ya no salían aquellas inmundicias directo de los inodoros. Un guarda se me acercó: “Vio, ahora las aguas negras van subterráneas hasta una planta de tratamiento. Y las alcantarillas no se taquean cuando llueve…” Asentí con una sonrisa y caminé hasta un rótulo que decía: “Parque zoológico Hugo Chávez, benefactor de la patria en el área de energías limpias”.
Bajé las umbrosas escaleras de lo que fuera antaño el parque Bolívar. Era gratis y no había animales en jaulas por ningún lado, sólo un amplio sistema boscoso en la vera del río y divisiones de malla cubiertas por enredaderas. En algunos sitios podía llegarse hasta la orilla. Fui y me asomé. El agua del Torres corría abajo limpia y fresca. Un empleado del zoológico me dijo: “Vio, señora, que limpiaron totalmente todos los ríos de la ciudad. Hasta volvieron las olominas. Y para ver los animales camine sin ruido, es que se esconden entre la maleza. El parque Chávez comprende toda la orilla del río que legalmente es del estado, diez metros a ambos lados por más de un kilómetro, todo reforestadito”.
Levanté la vista y vi una danta que bajaba al río, y unos mapachines en las ramas de una uruca. Caminé río abajo y llegué al área que decía “felinos”. Vi un caucel. Me maulló.
Pero no era un caucel. Me inundó la nariz el olor nauseabundo a diesel de los buses. El chofer me decía, “Despiértese, ya llegamos a la Cocacola”.
Anacristina Rossi | 23 de Julio 2008
3 Comentarios
Qué sueño más bello! Lástima que sufrimos en el despertar. Esta realidad ambiental, esta urbe tan deprimente, requiere un sueño breve, como el del artículo. Podemos sonreír brevemente entre sueños y así podremos resistir la insensibildiad cotidiana. F Cruz
Nada cuesta soñar lo duro es despertar. Muchos esperanzados, vemos por ese mismo cristal del balance entre lo urbano y natural; la sustentabilidad y sostenibilidad entre el desarrolo humano y lo ecológico, un mundo nuevo es posible.
Esto es doloroso…