Por Catalina Murillo, escritora - [email protected]
Muchos millones de dólares andan dando vueltas perdidos por el mundo. Una especie de Santa Claus burlón los anda dejando donde menos se los esperan. Aparecen en una gaveta de una oficina, o en forma de inesperada herencia, o también de la noche a la mañana un filántropo anónimo los deposita en tu cuenta.
Al menos eso parece por los correos electrónicos que me llegan a diario, desde los rincones más remotos. Alguien con un nombre impronunciable me manda un mensaje desde Dar Es Salaam, confesando que no me conoce, que ha tomado mi dirección en la red, que está desesperado y requiere mi ayuda.
Sucede que han aparecido en su oficina once millones de dólares (ni tantos que quemen al santo ni tan pocos que no lo alumbren) y el remitente necesita mi colaboración para poder pasarlos a una cuenta en Suiza, o para no sé qué enredo, pues a partir de ahí uno deja de leer el email, ya que todos conocemos ese viejo timo, en que al final, si uno cayó en la trampa, termina perdiendo mil o dos mil dólares… que no es tanto, comparado con el milloncillo que creyó que le iba a caer desde Tanzania.
También me llegan a menudo correos de bancos de Latinoamérica (en los que no tengo depositada mi fortuna) pidiéndome que actualice mis datos; cada semana soy la ganadora de un sorteo en el que no he participado; me llegan respuestas a preguntas que no he formulado… En fin, los timadores lo saben: si uno lo que más desea es dinero fácil, el fácil es uno.
De estos emails está empedrado mi buzón, hasta que el otro día me llegó uno distinto. Se me trataba sin demasiada ceremonia, como con la conciencia tranquila. Me invitaban a un Festival o Fiesta de la Palabra, en una ciudad de Colombia.
Decían que Costa Rica era el invitado de honor y que invitaban con todos los gastos pagos a trescientos escritores ticos. Qué vacilón, me dije, imaginándome un avión lleno de compatriotas escritores; aunque acto seguido pensé en el peligro que significaba para las letras costarricenses que todos sus escritores viajaran en un mismo aparato.
De todas formas, había leído mal: invitaban a tres escritores. Tres más, tres menos, no pasa nada. En fin, que tenían el agrado de informarme que yo era una de esos tres.
Respondí que gracias y que qué honor. Estuve a punto de decir “qué inmerecido honor”, pero temí que no se entendiera el trasfondo filosófico de la cuestión. Creo que nadie se merece nada, ni de lo bueno ni de lo malo que le sucede, pero este es un asunto largo de explicar y no está el email para sutilezas.
Pasaron los días y no volví a saber nada. Escribí un par de veces preguntando, y nada. Hasta que al cabo de unas semanas se me informa de que ya no estoy invitada. Palabra de honor. Si inmerecida fue la invitación, inmerecido también el alegrón de burro, ¿no?
La encargada de responder los correos se había ido de vacaciones y, a su vuelta, un alto cargo del Ministerio de Cultura de Costa Rica fue invitado también al festival, no hay plata para tanta gente, así que ya no estoy invitada, “esperamos su comprensión”. Esa la tendrán: intentar comprender es la esencia de mi oficio. Hasta hoy ando dándole vueltas al asunto, tratando de extraer la moraleja. Será que no es lo mismo el festival de la palabra que la palabra del festival, y corro a responder los emails que me llegan de Tanzania, Birmania y Armenia, que ya no sé en quién desconfiar.
Estimada señora Samaria:
Un saludo. Déjeme contarle cómo fui invitada y después “desinvitada” al Festival de la Palabra. Primero recibí el email donde se me invitaba con agrado.
Respondí dando las gracias por el honor.
Pasaron semanas y no supe más. Mandé un par de emails donde preguntaba en qué había parado el asunto.
Ayer recibí un email que me dice que ya no estoy invitada, que la Ministra va a ir, que no hay dinero para tres escritores, que seguro yo sabré comprenderlo. Intentar comprender es mi oficio, eso sí. Pero yo quería comentarle directamente a usted lo sucedido.
(La Nación)
Columnista huésped | 26 de Julio 2008
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