Biólogo de formación, de ser aficionado más bien superficial a los temas históricos, en los últimos dos años me he convertido en apasionado buscador de información de valor histórico, y hasta he escrito numerosos artículos cortos y tres libros, así como “reinterpretado” partes de algunas crónicas escritas por los primeros naturalistas que exploraron la naturaleza de nuestro país en el siglo XIX.
Al respecto, cuando uno lee los relatos de viajes de Anders Oersted y Helmuth Polakowsky, e incluso de viajeros que no eran naturalistas (como Moritz Wagner, Carl Scherzer, Wilhelm Marr y Thomas F. Meagher) no puede evitar solazarse con la exquisitez de sus descripciones de nuestras montañas, parajes silvestres, poblados, costumbres y gentes. Aparte de las habilidades literarias de cada uno de ellos para convertir en palabras las imágenes captadas por sus retinas y conmover después a sus lectores -tanto, que su efecto perdura hasta hoy-, no hay duda de que ese era un recurso imprescindible, ante la dificultad de contar con cámaras para tomar fotografías en exteriores.
No obstante, los pocos que pudieron costearlo, contaron con el apoyo de algún dibujante profesional durante sus exploraciones. Por fortuna, eso sucedería con el irlandés Meagher, quien llegó acompañado por el venezolano Ramón Páez, notable dibujante e ilustrador, que se convertiría en un auténtico narrador gráfico de ciertos aspectos de nuestra cotidianeidad.
Si, como reza el adagio, una fotografía dice más que mil palabras, es posible que un grabado diga aún más, puesto que el artista tiene ciertas libertades o licencias para enfatizar aspectos relevantes para sus propósitos, sin alterar por ello la esencia del mensaje. Por fortuna, los grabados de Páez fueron incluidos por don Ricardo Fernández Guardia en su libro Costa Rica en el siglo XIX. Relatos de viajeros (1929); lamentablemente, fueron omitidos de la última edición (EUNED, 2002).
Sin embargo, por mucho tiempo he abrigado algunas dudas sobre algunas de esas imágenes, las cuales hoy se han disipado gracias al reciente libro Tropical Travel. The representation of Central America in the 19th century, del Dr. Juan Carlos Vargas, profesor de literatura inglesa y norteamericana de la Universidad de Costa Rica. No es del caso comentar aquí este valioso aporte sobre las percepciones exógenas acerca de nuestros pueblos, tanto en juicios de valor como en imágenes, pues esa no es mi especialidad. Más bien quiero resaltar, aparte del sesudo análisis del autor acerca del tema, la inclusión de los facsímiles de 21 relatos de numerosos viajeros, para culminar con casi 600 páginas de sabrosos textos e imágenes. Es decir, un tesoro en sí mismo, pero para mí también un documento esclarecedor en cuanto a algunas imágenes.
En primer lugar, creo que con los grabados de Páez se ha cometido un gran abuso y manoseo, lo cual atenta contra su fidelidad y valor histórico. Por una parte, en la edición de EDUCA (1982) éstos se distribuyeron a lo largo de todo el libro, ilustrando incluso los artículos de otros autores, lo cual los descontextualiza o les limita la capacidad de complementar la narración de Meagher que, obviamente, era la intención de éste.
En segundo lugar, en vez de respetar la leyenda original de cada imagen, diferentes autores le han asignando su propia leyenda, dando lugar a errores que se han perpetuado. En tal sentido, lo más evidente ocurre con una linda imagen de la capital en 1858 (pág. 146 del artículo original, en la revista Harper`s New Monthly Magazine), en cuyo pie tan solo dice “San José”. Pero Fernández Guardia le agregó “San José visto del cementerio protestante”, y así se ha difundido este yerro. Desde la primera vez que vi dicha imagen me percaté de lo absurda que es esa leyenda, pues no es posible captar una imagen del casco capitalino desde el Cementerio de Extranjeros -ubicado al sur, en la avenida 10, desde su creación en 1850- con los también sureños cerros de Escazú (donde destacan los de San Miguel, entonces considerado un volcán, y Pico Blanco) por fondo.
Es claro que ese dibujo fue trazado desde el noreste, al parecer cerca de los altos de Cuesta de Moras. Sin embargo, es curioso que el propio Páez -supongo que para resaltar ciertos elementos clave- alterara algunos aspectos. Así, en el centro de dicha imagen sobresale la torre de una iglesia, que no podría ser la Catedral, pues no tenía una torre alta y definida -como se ve en otro dibujo de Páez-, ni tampoco la de El Carmen -pues he visto una foto antigua-, sino más bien La Merced, que en ese tiempo ocupaba la misma cuadra del Palacio Nacional, donde hoy está el Banco Central; de hecho, en la imagen aparece una gran bandera ondeando sobre dicho palacio. Pero la torre de dicha iglesia tampoco era muy alta, como se nota en otro de sus dibujos, lo cual revela que Páez la exageró.
Asimismo, además de que Páez magnificó esos dos elementos arquitectónicos, les dio un giro para encuadrarlos bien en la imagen deseada. Y fue así cómo, a pesar de que sus fachadas daban hacia el sur, las colocó hacia el noreste, para dejar los cerros de Escazú como imponente trasfondo. Es decir, como cuadro o paisaje quedó muy bien, pero es confuso para los interesados en conocer en detalle cómo era la capital de entonces.
Sin embargo, el problema con las imágenes erróneas no termina allí, aunque esto ya no fue culpa de Páez, sino del propio Meagher o de los diagramadores de la revista. Así, la imagen del Palacio Nacional ahí impresa en realidad es la del Cuartel Principal, y la de éste corresponde al Palacio. Es decir, las leyendas están trastocadas; esto sí lo enmendó Fernández Guardia en su libro, de manera oportuna.
Además, ninguno de ellos representa al Cuartel de Artillería -como se indica en una de las leyendas-, el cual fue construido en 1850 donde hoy se encuentra el Mercado Central, como consta en el detallado croquis de la capital elaborado en 1851 por don Nicolás Gallegos. Frente a dicho cuartel no había una explanada, como sí frente al costado sur del Cuartel Principal, pues estaba la Plaza Principal (hoy Parque Central). Tengo la impresión -con base en dicho croquis y el movimiento de la bandera, pues en la capital los vientos normalmente soplan de este a oeste- de que al imprimir el artículo ese dibujo quedó invertido, por lo que la esquina ahí visible corresponde a la del Teatro Melico Salazar.
Por último, en la leyenda de una hermosa casa de dos pisos (pág. 149) dice apenas “Vista de una calle de San José”, mientras que Fernández Guardia la bautizaría “La calle y la casa del presidente”. En ella hay un asta, lo que indica que no se trataba de una casa cualquiera, sino quizás la del presidente don Juanito Mora, pero, ¿por qué no lo dijo así Meagher? En cambio, más adelante sí se muestra y menciona su casa -mientras un grupo de personas le ofrece una serenata- y, aunque el dibujo tiene bastantes semejanzas con el del pág. 149, también presenta importantes diferencias.
En fin, gracias al libro del Dr. Vargas, por fin he podido verificar que varias imágenes del relato de Meagher son equívocas, por diferentes razones, que espero haber aclarado aquí. Como moraleja de esta labor algo detectivesca, debe resaltarse la importancia y necesidad de recurrir siempre a las fuentes originales de información para, con otros documentos complementarios, acercarse con veracidad -en este caso- a los escenarios cotidianos donde, en gran medida, se forjó y afianzó nuestra nacionalidad.
Luko Hilje | 19 de Junio 2008
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