Compañeros de estudios de medicina en la Universidad de Berlín -graduados en setiembre de 1846-, así como naturalistas aficionados y discípulos del sabio Alexander von Humboldt, el 1º de octubre de 1853 salían del puerto fluvial de Bremen los amigos Alexander von Frantzius y Karl Hoffmann, muchachos aún, con 32 y 30 años de edad, respectivamente.
Al mando del capitán Beling, el bergantín Antoinette enrumbaba hacia el mar Báltico, para después recorrer el océano Atlántico hasta Greytown o San Juan del Norte, en la costa caribeña de Nicaragua, que para entonces era la segunda vía de acceso a Costa Rica. En tan pequeño barco, que de seguro parecía una lata de sardinas, pues medía tan solo 27 x 4 m y portaba un centenar de pasajeros -de los cuales la tercera parte venía para la colonia de Angostura, en Turrialba-, von Frantzius y Hoffmann conocerían a numerosos paisanos, con quienes mantuvieron vínculos por el resto de sus vidas, incluyendo a los Rohrmoser, los Gólcher y los Carnigohl (españolizado a Carmiol, ya aquí); curiosamente, el patriarca de estos últimos, don Julián, también era un naturalista aficionado.
Hoffmann venía acompañado de su esposa, cuyo nombre no aparece consignado en la lista de pasajeros, en tanto que von Frantzius era soltero, pero años después se casaría en Costa Rica.
Hace un par de años, cuando acometí la labor de investigar acerca de los aportes biológicos y cívicos de Hoffmann -nuestro cirujano mayor en la Campaña Nacional-, obviamente que me interesé en conocer acerca de su esposa, pero con resultados más bien infructuosos. Marginadas casi por completo de la vida pública y social, de las mujeres apenas se mencionaba su “pertenencia” a determinado varón, por lo que en la práctica carecían de nombre, y también casi que de identidad. Así que de esa señora de Hoffmann -mujer maravillosa, amorosa y solidaria- no quedaron más que vagas menciones, sin mención alguna de su apellido de soltera, sus fechas de nacimiento, matrimonio o muerte.
Por fortuna, y cuando ya casi me daba por vencido, mi hermana Brunilda dio con su nombre, el cual no había quedado registrado ni siquiera cuando fue enterrada en Esparza, en 1859, tras morir de tifoidea en Puntarenas, pocos meses antes que su esposo. Curiosamente, no fue sino cuando sus restos y los de su esposo fueron trasladados a San José en 1929, que en la boleta de inhumación del Cementerio General se hizo constar el nombre de Emilia Hoffmann. Ignoro cómo lo consiguieron. Quizás sea verídico, pero siempre he tenido la sospecha de que alguien lo inventó para salir de apuros, al tener que enterrar unos restos sin asociarlos con un nombre propio.
Pero, bueno, al menos sabía que era varios años menor que él y que era alemana, aunque ignoro de cuál ciudad. Tanto el acceso a la página de los mormones en Utah -rica en registros genealógicos universales- como mi correspondencia por Internet con fuentes en Europa tuvieron resultados nulos, en parte porque los bombardeos sobre varias ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial destruyeron importantes archivos oficiales.
Es decir, al menos algo sabía, en contraposición con la esposa de von Frantzius, de quien en la única biografía que existe sobre él, escrita por don José Fidel Tristán en 1907, se dice que él la dejó enterrada en San José, tras sufrir una penosa enfermedad.
Tratando de determinar su identidad, un día visité las oficinas tanto del Cementerio General como del Cementerio de Extranjeros, buscando alguna mujer con el apellido von Frantzius, pero se me dijo que se necesitaba el apellido de soltera, lo cual imposibilitó mi búsqueda. Fue entonces cuando recurrí al cementerio de Alajuela, ciudad donde él vivió cuando llegó al país, pues su clima era ideal para contrarrestar una enfermedad pulmonar que le aquejaba. La respuesta fue idéntica.
Terco y persistente como soy, no me di por vencido, y fue cuando se me ocurrió una hipótesis. Según Tristán, él regresó a Alemania en 1869, lo cual era incongruente con el hecho de que Costa Rica era entonces la tierra de promisión para decenas de alemanes, lo cual me hizo suponer que algo malo le habría sucedido aquí, y que quizás podría tratarse de la muerte de su esposa. Por tanto, elegí ese año como punto de partida, para buscar en retrospectiva algún testimonio escrito, tanto en los Archivos Nacionales, donde no hallé nada al respecto, como en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional.
Con esta última opción fui muy afortunado, y casi brinco de la felicidad en mi silla cuando vi lo que tenía ante mis ojos, pero no en 1869, sino un año antes. En efecto, en la Gaceta Oficial se indicaba que el 13 de junio von Frantzius había zarpado en el vapor Salvador, junto con su discípulo José Cástulo Zeledón -quien se quedaría en el Instituto Smithsoniano, en Washington-, lo cual contradice a Tristán. Pero, además, en un número de mayo aparecieron dos notas luctuosas anexas, correspondientes a las esposas del abogado español Juan Canet y de von Frantzius. No obstante, curiosamente, en el primer caso consta que su nombre era Carlota Bonilla, en tanto que en el segundo se omite del todo su nombre. ¿Por qué esta incongruencia? ¡Vaya uno a saberlo! Pienso que tan solo para que los historiadores y los aficionados a la historia nos quebremos la cabeza tratando de descifrar tanto acertijo.
Pero no todo era desencanto pues, tras señalar que ella murió “en los mejores años de su vida” y “después de una larga y dolorosa enfermedad”, se consignaba que en la propia tarde del 5 de mayo -día en que murió, hace exactamente 140 años-, “los numerosos amigos de la familia y compatriotas condujeron los restos mortales a su última morada en el panteón de los protestantes”.
¡Ahí está!, me dije. Y, como era tarde de viernes, pasé muy ansioso el fin de semana, esperando que llegara el lunes. En efecto, muy temprano ese día estaba en el Cementerio de Extranjeros -establecido en 1850-, confiado en que en pocos minutos el enigma sería despejado y… ¡colorín colorado!
Así, expectante, con don José Manuel Coto -encargado del camposanto- revisé todos los registros de defunciones, para terminar totalmente desencantado, pues… ¡ese año no se enterró a nadie allí!
Atónito, revisé todos los libros de nuevo, en vano. Y para agotar la última posibilidad -por si fuera que un libro hubiera desaparecido- fui con don José Manuel a buscar las tumbas más viejas; hoy sus lápidas están adosadas a la pared occidental del cementerio, puesto que los restos de los respectivos muertos debieron ser removidos y enterrados en una fosa común cuando se amplió la avenida 10 y se construyó el “playground” que está al frente. Revisé una por una, algunas muy borrosas y deterioradas por el tiempo, para observar que hubo entierros en 1856, 1863, 1864 y 1866, pero no en 1868.
No obstante tanta frustración, aún confío en que algún día podré hallar su nombre, para honrarla como se debe. Eso sí, tengo evidencias fehacientes de que para 1863 ya estaba casado, y del párrafo antes citado pareciera colegirse que se trataba de una alemana residente en la capital, adonde von Frantzius se había trasladado a vivir a fines de 1858, poco antes de que muriera el matrimonio Hoffmann.
Al igual que su amigo Karl, y seguramente frustrados ambos por ser médicos y no poder salvarlas de la muerte, debieron enfrentar el terrible dolor de perder a sus jóvenes compañeras, bastiones afectivos y domésticos sin quienes ellos -que padecían de enfermedades crónicas desde jóvenes- jamás habrían podido realizar la pionera y gigantesca labor de explorar nuestra entonces desconocida naturaleza, así como participar como notables médicos en la guerra libertaria que reafirmó nuestra soberanía.
Luko Hilje | 14 de Mayo 2008
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