Por Carlos Pomareda, consultor internacional en Política Agropecuaria - [email protected]
El aumento de los precios y la escasez del maíz, arroz, trigo, soya, frijol y leche vienen en una escalada sin precedentes. ¿Por qué? ¿Qué consecuencias tiene? ¿Qué hacer al respecto? Lo primero es reconocer que el fenómeno es global, y que golpea a unos países, y a unos segmentos sociales, más que a otros.
Varios factores están influyendo: las sequías en algunos países como Nueva Zelanda (el gran exportador de leche) y en Estados Unidos (el gran exportador de granos) repercuten en menores cosechas.
China, el gigante dormido, despierta con apetito y dinero y aumenta sus compras en el mercado mundial. Estados Unidos (y otros países, que sin mayor análisis, se embarcan en novedades), decide alentar la producción de maíz y soya para biocombustibles, limitando la disponibilidad de estos productos para concentrados para animales y aceites comestibles.
Y para cerrar el círculo, algunos países tradicionalmente exportadores de granos, carne y lácteos, como Argentina, limitan y ponen impuestos a las exportaciones. Sumado a lo anterior se da el alza de los costos de producción y de transporte interno e internacional a causa del alza de los precios del petróleo.
Uno podría especular que con precios tan altos de los granos y la leche, los productores están mejor, pero no es necesariamente así. Por un lado, son pocos los que se quedaron produciendo granos, luego que se desmantelaron los programas de apoyo, en momentos en que los precios de los granos eran muy bajos y no era rentable producirlos. Por otro lado, producirlos ahora cuesta más, pues también subieron los precios de los fertilizantes, la maquinaria y otros insumos. Esto también se aplica en la lechería, pues además de lo anterior, se elevaron los precios de los concentrados para animales.
Los mayormente afectados por esta situación son los consumidores más pobres. Aquellos que destinan un porcentaje mayor de su ingreso para comprar alimentos básicos. La inflación, que en Costa Rica en los últimos doce meses bordeó el 9% anual; tiene un componente, el de alimentos y bebidas no alcohólicas, que subió el 20.9% en el mismo período.
¿Qué hacer y qué no hacer? Para abordar el problema hay que estimular la producción eficientemente y proteger a los grupos más vulnerables. En ambos casos no hay que caer en programas de corte político, como las antiguas garantías de precios y compras estatales, alrededor de las cuales se tejieron grandes latrocinios. Habrá que recurrir a los subsidios inteligentes, a la innovación tecnológica, la acción colectiva para recibir asistencia técnica y contratar la mecanización de las cosechas, el compromiso de compra de parte de las empresas, que por muchos años disfrutaron de los precios bajos (y no siempre llegaron así de bajos a los consumidores), entre otras medidas. Y en el lado de los consumidores pobres, la responsabilidad social de los supermercados y la ayuda focalizada a las madres de familia en los hogares más pobres, por la vía de organizaciones realmente comprometidas. La exigencia fundamental para que estos programas funcionen es la ética y la honradez.
Para hacer esto posible, el Estado debe cambiar su habitual estructura presupuestaria. Ahora tiene que haber un importante componente de “seguridad alimentaria”. A muchos les sonará terrible, anti-mercado, pero o se apoya con recursos, o se afronta la realidad del desabastecimiento, mayor inflación y, para algunos, hambre. Desde luego que, si el Estado tiene esos recursos, no tendrá que modificar su tradicional política de impuestos, pero si no, tiene que hacerlo: Las medidas de política no pueden ser las mismas en todos los tiempos.
(Página Abierta - Diario Extra)
Columnista huésped | 13 de Mayo 2008
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