Por Manuel Rojas Bolaños, sociólogo político
Vivimos con temor y no es para menos. Los medios de comunicación, sobre todo la televisión, nos bombardean diariamente con noticias sobre homicidios, asaltos, muertes en carreteras, violaciones, sicarios, narcotraficantes y violencia doméstica. La nota roja consume buena parte de los noticieros. Hasta se asegura que vivimos en una sociedad en guerra, donde la ciudadanía honesta está prácticamente acorralada por delincuentes de todo tipo, narcotraficantes y asesinos.
Ante tal diagnóstico habría que proceder de acuerdo con el conocido refrán: a grandes males, grandes remedios. Y casi todos los remedios que se recomiendan contienen un ingrediente común: el aumento de la represión, el control y la desconfianza y la sospecha en el otro, sobre todo en el diferente. Una campaña financiada por particulares, que ha comenzado a oírse y verse en los medios de comunicación, incluso va más allá e indirectamente propicia el ejercicio de la justicia por las propias manos, en vista de la ineficiencia de leyes, cortes y cuerpos policiales. Con algunas diferencias significativas, el proyecto de Ley de Fortalecimiento Integral de la Seguridad Ciudadana, presentado recientemente a consideración de la Asamblea Legislativa, apunta hacia lo mismo: fortalecer la acción de los cuerpos policiales contra lo que denominan el crimen organizado.
Ciertamente, hay gente que está harta de que le roben o lo agredan impunemente. Demanda justicia y tiene razón; pero me temo que estamos exagerando la gravedad de la situación, sobre todo si nos comparamos con países como Guatemala y El Salvador, donde la incidencia del crimen y la violencia es muy alta. En todo caso hay que evitar acercarnos a esos extremos.
Pero más allá de estadísticas y comparaciones, el hecho es que buena parte de la ciudadanía cree que la delincuencia es muy alta, se siente amenazada seriamente en sus vidas y propiedades, y exige acciones efectivas por parte de policías y tribunales. Hay una sensación generalizada de que la impunidad campea y que los delincuentes gozan de mayores garantías que las y los ciudadanos honestos.
Se debe enfrentar el problema, pero no dejemos que el pánico nos lleve a proponer y apoyar medidas que, como sucede con algunos remedios, tienen efectos secundarios graves, a veces más graves que los males que se pretendían combatir. En este campo no se puede ni se debe actuar con precipitación porque puede afectarse peligrosamente las libertades públicas con el consiguiente perjuicio para el conjunto social. Tenemos que aprender de lo sucedido en otras sociedades donde el miedo les ha llevado a tolerar graves retrocesos en el ámbito de las libertades públicas, como ha sucedido en los Estados Unidos después del 11 de setiembre de 2001.
A mediano y largo plazo nada vamos a solucionar con el mero aumento de las medidas represivas ahora, si no buscamos las raíces sociales del crimen y la delincuencia. Hay que aumentar el número de policías y mejorar su desempeño; también hay que revisar el desempeño de los jueces y perfeccionar los controles migratorios, así como combatir el comercio de armas, legal e ilegal.
Pero hay que actuar también en el plano social. No se trata solamente de disminuir el porcentaje de personas en situación de pobreza; también hay que enfrentar la creciente desigualdad social y las exclusiones sociales y culturales que produce una sociedad donde se incita a consumir y donde el ideal de buena vida está ligado a la posesión de celulares, autos y ropa de marca. No es de extrañar que quienes no tengan acceso a esos y otros bienes, o solamente pueden hacerlo por la vía del endeudamiento excesivo, recurran a la delincuencia, desde la estafa hasta el robo a mano armada.
Esta sociedad produce exclusiones, frustraciones y desesperanza. Condiciones todas incubadoras de la violencia y el delito. A ellas es a las que hay que declarar la guerra sin cuartel.
(Página Abierta - Diario Extra)
Columnista huésped | 27 de Abril 2008
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