Desde hace un par de años, cuando inicié mis indagaciones acerca de la participación del Dr. Karl Hoffmann como médico en la Guerra Patria de 1856-1857 -de las que resultaron dos libros sobre él-, el Burro Marín se me convirtió en un personaje inevitable, a la vez que entrañable. Y esto es así porque, por curiosos azares, los destinos de ambos héroes coincidieron de varias maneras.
Para entender esto, hay que retroceder al 16 de junio de 1855 cuando, tras navegar con 55 reclutas en el vapor Vesta, William Walker desembarcaba en Nicaragua (humildes, se autodenominarían “los 56 inmortales”), inaugurando así una época muy trágica para las repúblicas centroamericanas y, en particular, para Nicaragua y Costa Rica. Alertado oportunamente nuestro presidente don Juanito Mora de las previsibles y graves consecuencias de este hecho -gracias al sagaz guatemalteco Luis Molina, representante nuestro en Washington-, don Juanito actuó con presteza en los planos diplomático y bélico. Fue así como decidió adquirir armamento del más moderno para reforzar la capacidad de fuego de nuestro bien adiestrado ejército convencional, al cual se sumarían después numerosos reclutas voluntarios, para conformar el Ejército Expedicionario.
Nuestro cónsul en Inglaterra, el empresario alemán Eduardo Wallerstein, jugaría un papel clave en concretar la compra de 500 piezas de los muy eficientes rifles Minié, así como varios cañones y otros pertrechos militares. Aunque nuestro ejército contaba con cañones, eran de hierro, muy pesados y difíciles de transportar por los malos caminos de entonces hasta sitios tan lejanos como Puntarenas, Guanacaste o Nicaragua, sitios donde se preveía que podría ocurrir el enfrentamiento con las huestes filibusteras. Aún así, al cónsul se le pidió comprar cuatro cañones pesados más, así como dos “livianos” o “de montaña” -de bronce con manganeso-, que tenían la ventaja de poder transportarse sobre mulas, aunque aún así eran bastante pesados.
Para entonces, ostentando el grado de capitán y siendo diestro como nadie en el manejo de cañones, Mateo Marín tuvo la delicada responsabilidad de liderar la artillería de nuestro ejército. Esta labor la empezó a ejercer de inmediato con el cuido mismo de tan preciadas piezas de guerra, apenas nuestras tropas empezaron a desplazarse para ir a toparse con el enemigo, desde la madrugada de aquel 4 de marzo de 1856, cuando partieron de la capital. Ahí iba él con sus cañoncitos, recorriendo los escarpados Montes del Aguacate, después la ruta marino-fluvial del golfo de Nicoya y el río Tempisque, y por último los resecos y polvorientos caminos de las llanuras guanacastecas, hasta llegar a Liberia.
Establecido allí el denominado Cuartel General en marcha, en él confluyeron los 2500 combatientes de los diferentes batallones de nuestro ejército, unificados bajo el mando del general José María Cañas. Y, sin saber mayor cosa acerca de la presencia del enemigo, la noche del 17 de marzo llegó ahí el dueño de la hacienda Sapoá para alertarlos, informándoles que ya el país había sido invadido. Por tanto, muy de mañana, el día 19 partía una columna de 680 hombres liderada por el general Mora, para ir en su búsqueda y combatirlos.
En ésta iba Mateo con los demás artilleros, pero en ciertos trechos el camino era tan escabroso, que solo la fortaleza de estos recios hombres hizo posible que pudieran ser transportados, como lo destacara el propio general Mora después. Fue durante esa travesía que Mateo se ganó el apodo de Burro, como lo sugiere el autor de la novela “Los secretos inolvidables del Capitán Marín”, de reciente aparición, y escrita por su bisnieto Cristóbal Montoya Marín, apreciado amigo y profesor jubilado de la Universidad de Costa Rica. Por cierto, su verdadero nombre era José Joaquín pero -como licencia literaria-, el autor indica que el nombre de Mateo le fue asignado de manera jocosa por Mora, debido a su parecido con Mateo Fournier Illot -ancestro de dicha familia en Costa Rica-, director de un grupo de teatro que varias veces visitara el país.
Tras recurrir a numerosas fuentes históricas, más a lo que la memoria de la abuela Aurelia retuvo de su padre y narró a sus descendientes, en las 300 páginas de su novela Cristóbal hace una notable recreación de la vida de este olvidado héroe. Difícil labor, sin duda, pues de los miles de combatientes anónimos de la Campaña Nacional no quedó más recuerdo que lo que sus parientes y amigos pudieron transmitir de generación en generación. Pero el autor, con habilidad literaria, siendo ingeniero agrónomo, logró entretejer elementos de la realidad y la ficción para brindarnos un relato coherente, que culmina con una sorpresiva conexión -que no revelo, para que el lector disfrute de la trama cuando lea la novela- con la actual vida política y económica del país.
No soy quién para juzgar su calidad literaria, pero confieso que la novela me gustó mucho. Y, sobre todo, porque Cristóbal, mediante originales estampas de los paisajes y gentes de entonces, así como con buenos diálogos -que insuflan vida y convierten en seres de carne y hueso a esos personajes de papel citados en los libros de historia-, logra recrear con acierto la travesía vital de José Joaquín en los diversos contextos humano-geográficos asociados con la Guerra Patria.
La meritoria labor militar del Burro Marín y sus colegas artilleros fue crucial aquella memorable tarde del 20 de marzo, cuando bastaron catorce breves pero angustiosos minutos para derrotar al filibustero invasor en Santa Rosa. Así consta en cuatro menciones explícitas en el segundo parte de guerra del general Mora, al igual que en tres referencias presentes en las memorias anónimas de un oficial que participó en la batalla; ambos documentos aparecen completos, como anexos, en el libro “Santa Rosa: un combate por la libertad”, del extinto historiador don Carlos Meléndez.
Pero luego viviría días muy crudos, ya que apenas tres semanas después su tarea de artillero sería totalmente anulada, quedando su ensangrentado cuerpo tendido en la plaza principal de Rivas desde muy temprano el 11 de abril. Por ser el arma más potente de nuestras tropas, esa mañana uno de los cañoncitos -por motivos ignorados, el otro nunca apareció en Rivas-, fue ubicado en una esquina de la plaza, frente a donde se esperaba que ingresaran los filibusteros. Pero éstos aparecieron en una fecha y hora imprevistas, de manera relampagueante, y lo primero que hicieron -sin dar tiempo de reaccionar a nuestras tropas- fue atacar a los artilleros y despojarlos del valioso cañoncito, tras lo cual Marín y sus cuatro colaboradores fueron abatidos.
Sin embargo, horas después alguien se percató de que, a diferencia de sus colegas, él estaba vivo. Entonces fue trasladado al improvisado hospital de campaña a cargo del Dr. Hoffmann, quien presto lo atendió y le salvó la vida. En la lista de heridos que éste preparara cuatro días después, el nombre de Mateo Marín figura en el renglón 47, detallándose que su estado era leve, por heridas en las costillas. No obstante, con base en testimonios familiares -aunque esto quizás ocurrió tiempo después- Cristóbal indica que, engangrenada, una pierna le fue amputada en dicho hospital.
Hecho afortunado el que el Burro no muriera en el frente de batalla y hasta fuera condecorado un día por el propio don Juanito. Además, desde la poltrona en que se sentaba todos los días frente a su casa -ubicada en diagonal a la actual iglesia de La Merced-, por muchos años este gran hombre y ejemplar ciudadano relataría a sus hijos mucho de lo acontecido en Santa Rosa y Rivas. Sí, esas vivencias únicas en la memoria familiar que, con genuino orgullo de bisnieto y amena pluma, Cristóbal nos ha narrado en las páginas de su novela, honrando a través de él a tantos que sin reticencias y muchísimo coraje arriesgaron sus vidas por la libertad de nuestra amada patria.
Luko Hilje | 11 de Abril 2008
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