• Palabras en el acto de recordación del XXV Aniversario de la visita de Juan Pablo II a Costa Rica, al pie del monumento a Juan Pablo II, costado norte de la Catedral Metropolitana
Por Luis Alberto Monge
Inútil seria intentar resumir en unas pocas líneas el estremecimiento emocional que vivió nuestro pueblo con la visita, hace 25 años, de Juan Pablo II.
Quinientos años después de la llegada de la fe católica a las Américas, era la primera vez que un Pontífice visitaba Mesoamérica. Y para mayor gozo espiritual de Costa Rica, toma esta pequeña parcela de América como base para su desplazamiento hacia los países vecinos.
Cuando Juan Pablo II llega a Costa Rica, su personalidad ya había adquirido dimensiones planetarias. Visitas por todos los continentes, que se mantienen hasta los años finales de su vida, con la salud seriamente quebrantada. El mensaje de amor y paz de Jesús de Nazaret, adquiere en su voz renovadas resonancias y vibraciones. Mas gentes conocen qué aporta al liderato pontificio, la dolorosa experiencia - paradójicamente también fortalecedora de su espíritu de combatiente por la justicia y la libertad - del enfrentamiento con los dos totalitarismos que pretendieron someter a la opresión y a la ignominia a la humanidad entera. Primero, el joven Karol Wojtyla solidario al lado de su pueblo, cuando sufre la barbarie del nazismo. Luego, el Sacerdote, el Obispo y el Cardenal resistiendo siempre junto a su pueblo, la opresión del comunismo impuesto por el ejército y los cuerpos de seguridad soviéticos. Textos de historia contemporánea consideran, con justicia, el mensaje y la conducta de Juan Pablo II, factor esencial para el desplome de los regimenes comunistas de la Europa Central y Oriental. Esa fue una contribución invaluable a la causa de la justicia, la libertad y la democracia. Nadie hizo, como él, tan denodados esfuerzos por establecer armonía entre todas las ramas de los seguidores de Cristo, esparcidas por el mundo. Con humildad verdaderamente cristiana, llevó su mensaje de amor y paz hasta las sinagogas y las mezquitas. Sus enfoques sabios y valerosos, sobre las realidades económicas, sociales y culturales que maltratan a las grandes mayorías en el mundo, seguirán iluminando los caminos ciertos y seguros para derrotar la pobreza y alcanzar la liberación verdadera.
No podría cerrar estas palabras sin resumir como fue creciendo hasta el infinito, en mi corazón y en mi mente, la figura de Juan Pablo II. Cuanto más estudiaba y conocía la vida del joven Karol Wojtyla, más comprendía la contagiosa y arrolladora humanidad de Juan Pablo II y su increíble capacidad para comunicarse con pueblos de todas las denominaciones religiosas y políticas; su profundo eco en los sedientos de justicia y libertad. Hay una obra cinematográfica, con muy buenos actores, que ya circula doblada a varios idiomas y con subtítulos en otros tantos. Se llama “Karol: un hombre que se volvió Papa”. Impresiona ese titulo. Tocaba uno o dos instrumentos musicales. Nos dejó canciones de su autoría. Actuó en obras de teatro, a veces presentadas en la clandestinidad. Deportista muy activo. En una ocasión hizo de portero del equipo de fútbol que tenían los jóvenes judíos de su pueblo. Respetado y querido por el gran número de sus amigos. Huérfano de madre, mostró su gran calidad de buen hijo con un padre enfermo, que a sus dolencias físicas, agregaba la tragedia de la ocupación nazi. Valor de un gigante del espíritu, al renunciar a su amor de juventud, para enrumbar su vida hacia el sacerdocio. Si me perdonan y no lo toman como irreverente, creo que Karol Wojtyla fue bohemio en su juventud. Pero de la bohemia que humaniza, no la que destruye.
Desde mi adolescencia fui encontrando grandes figuras de la historia universal que ganan mi admiración. Para citar algunos: Simón Bolívar, Abraham Lincoln, José Martí, Mahatma Gandhi. También he admirado mucho a los Pontífices León XIII y Juan XXIII. Pero por los caminos del joven Karol Wojtyla y por la portentosa obra desde el Pontificado realizada por Juan Pablo II, ya muy avanzada mi accidentada y azarosa existencia, este fue el ser humano que alcanzó el más alto sitial de mi admiración.
Cuando me tocó recibir a Juan Pablo II, era la primera vez que podía estar al lado de una figura universal que ocupaba un alto sitial en mi admiración. Por segundos me parecía que no era cierto. Igual me ocurrió cuando le hice visita oficial en el Vaticano en junio de 1984. Igual la última vez, el 9 de julio de 1998, cuando sentí la emoción de su presencia y entre las pocas palabras que intercambiamos me dijo: “Siempre recuerdo con mucho amor a Costa Rica.”
Doy gracias a Dios y al noble pueblo de Costa Rica por haberme dado el privilegiado gozo espiritual de recibir al recordado Papa en nuestro suelo que él, en expresión de cariñoso respeto, besó a su arribo de Roma.
Columnista huésped | 5 de Marzo 2008
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