Con este son veinte marzos, veinte años de irreparable ausencia, desde ese 25 de marzo de 1988 cuando, con apenas 66 años de edad y tantísimo por dar aún, murió el Dr. Alfonso Trejos Willis.
Nacido el 3 de noviembre de 1921 en San José, en el hogar de don José Francisco (Paco) Trejos Quirós y doña Grace Willis Ross -costarricense, hija de Charles Willis y María Ross Hazera-, tuvo un solo hermano, el reconocido actor teatral Pepe Trejos, seis años menor que él. El célebre Edificio Metálico, sede de la Escuela Buenaventura Corrales, atestiguaría sus primeros pasos de estudiante, que continuaría en el Liceo de Costa Rica, donde obtendría el bachillerato en 1939.
Por cierto, recién me enteré de que tenemos vínculos familiares. Don Paco era hijo de doña Aurelia Quirós Aguilar, hija del general Pedro Quirós Jiménez, uno de los famosos hermanos -Mano Pedro y Mano Pablo- que comandaban cada uno de los cuarteles que había en la capital durante el gobierno del general Tomás Guardia. Entre los miembros de una prole de doce hermanos, figuraban Pedro y José de la Ascensión. Es decir, nuestros bisabuelos eran hermanos.
Cabe indicar que su padre fue un hombre muy reconocido en el mundo intelectual de su época. Por iniciativa propia decidió fundar y publicar por seis años (1919-1926), la Revista de Costa Rica, a lo cual debemos la traducción de numerosos artículos sobre nuestro país publicados en revistas extranjeras. Pero, aún insatisfecho con tan meritoria labor, en 1937 publicaría Geografía de Costa Rica, para estudiantes de secundaria y normalistas. Por fortuna, poseo un ejemplar, autografiado para mi tío Luis Castro, quien escribió allí sobre su ascenso al volcán Arenal, cuando todavía se creía que era apenas un cerro. Tal es su calidad y valor, que yo lo utilizaría aún en 1972 para el curso de Historia Natural de Costa Rica, recién ingresado a la carrera de Biología.
Así que, con un padre tan culto, ilustrado y exigente -quien muriera a los 67 años-, no es de extrañar que hubiera grandes expectativas hacia su hijo Alfonso. El me contaba una vez que, para que no estuviera ocioso durante sus vacaciones y a la vez cimentar su personalidad, don Paco le conseguía trabajo como ayudante de contabilidad en alguna empresa. Pero uno de esos años dio un paso que marcaría para siempre su vida, al buscarle empleo en el Hospital San Juan de Dios, como ayudante de nuestro mayor científico de todos los tiempos, el Dr. Clodomiro Picado Twight. Ignorando lo que sucedía, al encontrarse, con su proverbial carácter Clorito le espetó: “¿Sabe qué, Trejos? A mí, hasta para regalarme mil pesos, primero tienen que preguntarme si los quiero”.
Pero, con su notable perspicacia, aceptó a ese muchacho talentoso y realmente brillante, quien años después se convertiría en su principal discípulo, en ese fecundo laboratorio del cual emergieron tantos hallazgos para beneficio de nuestra sociedad y hasta de la humanidad, como lo fuera el descubrimiento de la penicilina, aunque esto no se le reconociera debidamente en los círculos científicos mundiales. Y, siendo aún tan joven, con apenas 21 años de edad, ya para 1942 publicaban juntos el libro Biología hematológica elemental comparada.
Debo resaltar que, tales eran las inquietudes científicas de ese muchacho que, siendo aún un liceísta, en 1937 la prensa informaba sobre un joven que tomó “la primera fotografía de un eclipse solar en Costa Rica, con un telescopio y equipo fotográfico rudimentarios”, como lo ha rescatado para la historia su colega José Miguel Esquivel, quien indica que también tenía un microscopio. Es decir, el mundo perceptible a simple vista le era insuficiente para satisfacer su sed de conocimientos, por lo que, valido de ambos instrumentos, se dedicó a explorar no solo el infimito e insondable cosmos, sino también el maravilloso e ignorado microcosmos.
Pero, como en el país no había una carrera que satisficiera sus indagaciones sobre el mundo de los microorganismos, debió abrevar en otros lares académicos, y fue así como a fines de 1943 partió hacia el prestigioso Instituto Oswaldo Cruz, en Río de Janeiro, con una beca del gobierno de Brasil y la Junta de Protección Social de San José. Tras obtener un diploma en Biología Aplicada y Medicina en 1944, insuficiente aún para saciar su potencial de investigador, en 1947 obtendría otro diploma, esta vez de Biología, Zoología y Botánica, en la Universidad de Brasil.
No es mi intención narrar paso a paso su rico periplo académico y científico. A grandes trazos, destacan su retorno al país, para asumir la jefatura del laboratorio que quedara acéfalo al morir Clorito; la obtención del doctorado en microbiología en la Universidad de Duke; ocho años en una jefatura de la Facultad de Medicina de la Universidad de El Salvador; cuatro años como funcionario de la Oficina Panamericana de la Salud, en Argentina; y su feliz repatriación final, cuando sobresaldría en la vida académica y política de la Universidad de Costa Rica.
Para ello, por fortuna el Dr. Esquivel escribió una excelente síntesis de su vida, como prólogo de la reimpresión de su tesis de licenciatura -de 1954, y dedicada a su mentor Clorito-, publicada en 1999 por la Caja Costarricense de Seguro Social. Asimismo, se cuenta con un “dossier”, que en 1989 coordiné para “Esta Semana”, con los aportes de varios notables intelectuales. Pero sigue pendiente de escribirse una amplia biografía suya, así como la compilación de su obra completa, incluyendo por supuesto su dimensiones humanista y cívica, porque don Alfonso fue un hombre de inmensa sensibilidad social, y comprometido con los más pobres en su prédica y su práctica.
Ya desde joven había sido miembro fundador del célebre Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales, y hasta sus últimos días se mantuvo invariable en la lucha por sus ideales. De la misma estirpe de Clorito, al brillo científico sumó la costumbre de escribir artículos de opinión en la prensa, combatiendo de manera frontal y con nombres y apellidos a los corruptos, desvergonzados y entreguistas, lo cual costó a ambos invectivas, escarnios y amenazas. Pero nunca se ablandaron, y fueron sus adversarios quienes siempre terminaron eclipsados y empequeñecidos ante tanta grandeza. ¡Qué de recias lecciones hay en esos artículos, brotados de su esclarecida mente y su valiente y elegante pluma! ¡Cuánto las necesita esta patria, en tiempos de tanta truculencia, caretas, indolencia, pusilanimidad, corrupción moral y material, y rampante entreguismo!
Recuerdo que, tras el funeral, visité su tumba apenas un par de veces y -alejado de San José por muchos años- no lo volví a hacer hasta hace pocos meses. No recordaba su ubicación, pero me valí de algunas pistas indelebles en mi memoria para dar con ella. Y, ¡vaya sorpresa!, me percaté ahora de que está detrás, a apenas dos tumbas, de la del general José María Cañas, gallardo salvadoreño y héroe nuestro, por sus memorables jornadas en la Campaña Nacional. ¡Curiosidades del destino!
Y es que bien podría decirse que, a la inversa, don Alfonso hizo de El Salvador su segunda patria donde, más allá de toda retórica, se entregó de lleno a ayudar a un pueblo tan maltratado históricamente. Pero, también, pienso que ambos fueron hombres superiores, de acendrada hidalguía y prestancia, rebosante humanidad, así como totalmente solidarios con quienes los necesitaran. Por eso hoy, a 20 marzos de ausencia, siguen vigentes las certeras palabras consignadas en su esquela por sus compañeros del Grupo Soberanía: “Acompañó siempre las causas más nobles de este pueblo y de todos los pueblos latinoamericanos. En su corazón inmenso cabían todas las alegrías y desvelos de nuestra gente mestiza”.
Luko Hilje | 27 de Marzo 2008
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