Por Carlos Cortés, escritor
No nos hagamos ilusiones. Así como cada año desaparecen varias lenguas en peligro de extinción, desde la invasión de 1950, y en particular desde la Revolución Cultural de Mao, China ha hecho todo lo posible para que el Tíbet desaparezca como cultura y como nación, en un genocidio que ha sido y es ignorado por la comunidad internacional gracias al inmenso poderío chino. Es la doble moral de la geopolítica: un imperio puede acabar con las minorías y etnias que le dé la gana, pero países como Afganistán, Iraq o Sudán deben someterse a la “justicia” de los más fuertes. Mientras tanto, China se traga al Tíbet sin siquiera eructar.
La Región Autónoma del Tíbet, como la llama China, es un eufemismo para un etnocidio cuidadosamente planificado. En 60 años, la población tibetana se convirtió en minoritaria en su propio país, donde ahora la etnia han es dominante, y el tibetano, un ciudadano de segunda o tercera clase. La cultura tradicional tibetana fue arrasada: durante la catastrófica Revolución Cultural (1966-1976), unos 6000 templos fueron destruidos y decenas de miles de monjes y monjas asesinados, arrestados, torturados o “reeducados”. El consuelo del tonto es que China hizo lo mismo con su propia cultura.
Desde entonces, solo unos cuantos monasterios se han restaurado, la fisonomía de la capital tibetana, Lhasa, se transformó hasta desaparecer cualquier rastro del Tíbet histórico, y China abrió las puertas del país al extranjero, segura de que lo poco que quedaba sería destruido por el turismo masivo. Gracias a esto, el palacio del Potala, residencia de los dalái lamas durante 350 años, centro espiritual del Tíbet y del budismo, y una de las maravillas del mundo, está deteriorado y a punto de desplomarse. Cuando China lo restaure, a su manera, no quedará nada del alma del Tíbet.
La crisis actual, de cara a los Juegos Olímpicos de Pekín, pone de manifiesto esta verdad sin tapujos. La “asimilación” china no obedece tanto a una reivindicación histórica como a intereses geoestratégicos. Tíbet es el origen de los grandes ríos de Asia y le permite a China controlar el bien más apreciado del siglo XXI. Es una zona rica en minerales escasos y la frontera natural con otras potencias como Rusia e India.
China no solo acabó con la cultura tibetana, sino también con su naturaleza y convirtió al Tíbet en un vertedero de residuos nucleares, en un basurero de dimensiones desconocidas y en fuente de una polución industrial que amenaza a un país entero. El colapso del Tíbet como nación es cuestión de tiempo.
Cuando muera el XIV dalái lama, Tenzin Gyatso, se romperá una tradición que ha permanecido intacta desde 1391 y que ha sido el cordón umbilical de la cultura tibetana. China lo sabe y hace lo posible por desacreditar su inmensa autoridad. El Dalái Lama también lo sabe e intenta salvaguardar una fuerza que es poco más que moral. Su advertencia de “renunciar” si continúa la violencia, es un gesto meramente simbólico, pero es su último recurso para demostrar que la causa de la rebelión tibetana es la injusta ocupación china y no un gobierno en el exilio que -ojalá que no- tiene los días contados.
El Dalái Lama, como todo el Tíbet, está en un callejón sin salida: una parte de su pueblo rechaza la no violencia y la resistencia pasiva, y otra parte está más cerca del Tíbet actual que del antiguo, cada día más lejano tanto para sus habitantes contemporáneos como para los tibetanos exiliados en la India. El Tíbet histórico es un fantasma y el Dalái Lama lo sabe y, como buen budista, lucha por no oponerse al cambio, y a la vez está consciente de que será el fin de su pueblo.
Si tal encrucijada no es la muerte de una nación, no sé precisamente qué nombre darle. Algún día llegará la libertad a China, sin duda, pero, aunque esto no garantice nada -si no, veamos el caso de Chechenia bajo la “democracia” rusa- quisiera creer que no será demasiado tarde para el Tíbet milenario.
(La Nación)
Columnista huésped | 26 de Marzo 2008
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