Por Fernando Durán Ayanegui - [email protected]
80 años no es nada, afirma Alberto Cañas en el título de sus memorias. Entonces, ¿cuánto menos que nada son 60? Se me ocurrió esta pregunta cuando, bajo los efectos de una gripe, el domingo pasado intentaba leer el periódico y, con la vista algo nublada, me fijé en la fecha y recordé era el 3, el primer domingo de febrero de 2008.
Me vino a la mente otro primer domingo de febrero, aquel de 1948, día de elecciones e inicio de un vertiginoso proceso que, en pocas semanas, nos llevaría a una guerra civil. Primero vino la anulación de las elecciones por parte del Congreso y, después de una serie de hechos que vuelven a mi recuerdo de manera a veces confusa –me preparaba para cursar el cuarto grado–, el estallido de la guerra, el encarcelamiento de amigos y conocidos que militaban en la oposición, las noticias sobre lo que acontecía en el frente suministradas en dos versiones, la de la prensa y la radio oficiales y la de una radioemisora clandestina de las fuerzas figueristas, el desenlace de la guerra –que se atrasó algunos días en Alajuela porque en aquella ciudad las fuerzas leales al gobierno derrotado se negaban a deponer las armas– y, finalmente, la instalación de un gobierno provisional y el inicio del encarcelamiento de amigos y conocidos que ahora supuestamente militaban en la nueva oposición, todo ello dentro de la brevedad de tres meses.
A mi edad solo podía ser espectador, pero como ocurre con toda situación dramática, aquella estuvo tachonada de pequeños dramas individuales que nunca llegarán a los libros de historia y, en mi caso, si la memoria no me traiciona aquel episodio político-militar se prolongó más allá del mes de abril por la sencilla razón de que mis llamadas al portón de madera de la cárcel de Alajuela no se acabaron con el fin de la guerra civil: el canijo que era yo tuvo, muchas veces, que llevarles comida y ropa a los presos de ambos bandos, a unos antes del cierre de la contienda, a los otros a lo largo de muchos días después de concluida.
Mientras tanto, había escuchado los lamentos por las muertes de quienes habían peleado en uno y otro lado y, guiado por la filiación de mis padres, pensaba que todo había terminado de la manera más justa, sin imaginar que a la vuelta de 60 años eso parecería no ser importante y que a nadie debería sorprender que esta vez, al igual que ocurriría con el sesquicentenario de la Campaña Nacional de 1856, los ánimos conmemorativos estarían extrañamente atenuados, quizás porque con los ticos de entonces que aún vivimos apenas se podría poblar una de las cabeceras de provincia.
(La Nación)
Columnista huésped | 10 de Febrero 2008
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