Para quienes desconozcan de quién hablo, es muy posible que el nombre Manuel Argüello no diga mucho; de hecho, en mi caso, conozco a tres personas con ese nombre. Pero a quien me refiero hoy tiene una gran peculiaridad, revelada por su segundo apellido, que es Mora. Y es que se trata, ni más ni menos, que de un sobrino del ex-presidente don Juan Rafael Mora, cuya precoz orfandad hizo que éste lo adoptara y criara como a un hijo, y quien lo acompañaría muy de cerca en los momentos finales de su vida, cuando don Juanito fuera fusilado, el 30 de setiembre de 1860.
Proverbiales como son los nicaragüenses en las artes de la escritura, quizás los genes de su padre Toribio Argüello -quien, como exilado político, había llegado de su tierra natal para establecerse en Costa Rica - propiciarían que se convirtiera en “nuestro primer proto-escritor profesional”, como lo ha calificado Alfonso Chase en su artículo “¡Semos moristas!” (Tribuna Democrática, 17-VII-06).
Don Manuel nació en nuestra capital el 5 de junio de 1834, en el hogar que don Toribio -tras enviudar de doña Dolores Argüello en Nicaragua- fundara con doña Mercedes Mora Porras, la hermana mayor de don Juanito. Por desgracia, sus tres hijos (David, Manuel y Dorila) sufrieron doble orfandad, primero con el deceso de su padre en 1838, y después con el de su madre en 1843.
De ellos, David moriría soltero, Dorila se casaría con el chileno Eduardo Beeche Arana (cuyo hijo Eduardo lo haría con su prima Adela Cañas Mora, hija del general José María Cañas), y Manuel con Mariana de Vars (con quien procreó cuatro hijas y dos hijos, uno de ellos llamado Juan Rafael, en honor a su querido tío). Pero antes, de niños y muchachos, fue éste quien les dio abrigo, alimentación y educación. El también había sido víctima de la orfandad, y con apenas 21 años de edad había tenido que asumir el rol de padre de los otros nueve hijos de don Camilo y doña Ana Benita, a los que agregó sus tres sobrinos. Hombre cabal y responsable, esperó a que todos se casaran para hacerlo él, lo que concretó a los 33 años con Inés Aguilar Cueto, de apenas 17 años.
Todo esto explica que el joven Manuel viera a don Juanito como su genuino padre, y también los indisolubles vínculos que mantendría con su amado patriarca hasta su final. Y eso lo convertiría -en virtud de sus notables habilidades de escritor-, en un testigo y cronista privilegiado de numerosos acontecimientos de inmenso valor histórico, a los que nos referiremos posteriormente.
Cabe señalar que a los nueve años de edad, y durante tres años, él ingresó como interno en la Escuela del padre Manuel Paúl, un español que estableció un centro educativo privado en Heredia. Cursaría sus estudios universitarios en la Universidad de Santo Tomás, donde se graduó como bachiller en 1853, tras lo cual ingresó a la Universidad de San Carlos, en Guatemala, donde obtuvo el título de abogado cuatro años después.
Como se nota, estuvo ausente del país cuando se libraba la Campaña Nacional contra las fuerzas filibusteras, acontecida entre marzo de 1856 y mayo de 1857. Señalo esto porque una de las grandes falencias de dicha guerra fue la ausencia de un verdadero cronista -lo fue el notable intelectual guatemalteco Lorenzo Montúfar a posteriori, pero sin haber estado en los escenarios de batalla-, puesto que de seguro Argüello hubiera llenado con creces.
Alguien que lo trató de cerca suscribió con las iniciales G. de S. (se trataba de don Justo Facio, al decir de don Abelardo Bonilla) una biografía escrita en 1906 en la revista Páginas Ilustradas, cuatro años después de su muerte. Y en ella destaca los rasgos de una personalidad brillante e inquieta intelectualmente, que lo llevó a superar en mucho la plaza de Juez Civil en la Primera Instancia, en San José -que ocupara a su regreso al país en 1857-, para involucrarse de manera activa y decidida en la vida política del país (de hecho, años después fungiría como magistrado de la Corte Suprema de Justicia, rector interino de la Universidad y secretario de Fomento). Eso le costaría el destierro a El Salvador, cuando don Juanito fue derrocado por los militares al servicio de la poderosa oligarquía cafetalera de entonces, liderada por Vicente Aguilar y los Montealegre.
Es quizás este su momento clave como testigo y cronista, pues vive los avatares de los exiliados que, para rehacer sus vidas de empresarios, allá en la bella Santa Tecla impulsan con inusitada fuerza la caficultura salvadoreña. Acompaña a don Juanito a la insólita cita en la que el presidente estadounidense James Buchanan le propone con desvergüenza a nuestro máximo héroe jugar el papel que el filibustero William Walker falló en cumplir a los esclavistas del sur de los EE.UU.
Además, con apenas 25 años de edad y ávido de conocer mundo recorre Europa, pero su periplo es interrumpido por una carta de su tío, quien le pide regresar e involucrarse, mediante una delicada misión diplomática, en el movimiento insurreccional orientado a retomar el poder. Así lo hace y, abortado el intento debido a la traición de algunos -cuyos nombres él cita o sugiere de manera tácita-, resultan fusilados don Juanito y su tío político Cañas, y a él también se le condena a muerte. Interceden por él el coronel Luis Pacheco Bertora -aquel valiente que precediera a Juan Santamaría en la quema del mesón en Rivas- y el general Máximo Blanco.
El relato de tan aciagas horas, cargado de esa grave tensión antecesora de la casi inevitable muerte, es una pieza de gran valor testimonial y humano. ¡Cuánta angustia! ¡Cuánta desesperación ante la inminencia de su final! Pero, sin alarmismos ni frases efectistas, él narra lo que siente y sufre en tan crudos momentos. Y describe también el aplomo y hombría de don Juanito frente a los fusileros -ahí ante los árboles de jobo, cerquita del estero en Puntarenas-, a quienes él mismo da la orden de accionar sus gatillos, con las conocidas pero implacables órdenes de “Preparen. Apunten…, ¡fuego!”, para que perforen su cuerpo.
Todo esto y mucho, muchísimo más, aparece en su libro Obras literarias e históricas, compilado por el recordado humanista don Abelardo Bonilla hace muchos años, y que hoy felizmente la Editorial Costa Rica ha reimpreso, para inaugurar así la Biblioteca Fundamental de las Letras Costarricenses. Y, aunque no se trata de las obras completas de Argüello -pues él mismo indica que rondan los 600 textos-, sí aporta una visión más integral de sus aportes literarios.
En años recientes habían sido reimpresos el valiosísimo testimonio La trinchera y otros relatos (EUNED, 2001), alusivo a la insurrección morista en Puntarenas, y la curiosa novela Misterio (EUCR, 2004) -contenidos ahora ambos en el primero, el cual consta de unas 500 páginas-, y a los que se suman breves relatos, pequeños cuentos, cuadros de paisajes, todos de factura literaria un tanto dispareja -pienso que esto justifica que Chase calificara de proto-escritor a Argüello- y en los que se entremezclan elementos de realidad y fantasía, a menudo difíciles de segregar, aderezados con un sentido del humor sarcástico y fino.
Creo que, aparte del inmenso valor intrínseco de la obra de Argüello -quien murió a los 68 años, siempre activo como escritor-, aún está pendiente de escribirse la gran novela de la Guerra Patria, ya sea en sus aspectos épicos o propiamente humanos. Y, quien acometa tan provocadora tarea, sin duda que tiene a su favor la prolija labor descriptiva de ese gran hombre y literato que fue don Manuel, ineludible referente si se quiere entender a cabalidad la vida de esos tiempos, que marcaran de manera tan definitiva y definitoria el alma nacional.
Luko Hilje | 26 de Febrero 2008
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