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Enfoque

Jorge Vargas Cullel | 10 de Enero 2008

Maku tiene 30 años y parece de 60. Delgado como un alambre, sus ojos vidriosos chispean cuando le digo que ando por los cuarenta y tantos. La vida en solo 30 años. Maku es de Zimbabwe, emigrante sin papeles en Sudáfrica. Un buen día se vino caminando como tantos: unos vienen de Mozambique, otros de Bostwana y hasta de la lejana Nigeria, todos en busca de trabajo. Maku pidió –rogó– trabajar luego de rodar sin fortuna. Atrás quedó una familia desesperadamente pobre. No hay nada que hacer: Zimbabwe se hunde en la miseria, atrapada por la codicia de un vetusto luchador anticolonial y su pandilla. Sudáfrica es un imán, aquí hay trabajo.

Constructor calificado, dice él y yo le creo, hoy está por terminar las paredes del pequeñísimo rancho donde vive. El lugar es la finca de unos amigos donde Maku cuida 25 cerdos y remueve unos arbustos espinosos y obstinados que, según me dicen, envenenan el pasto. Desde la suave colina miro una de esas interminables planicies resecas por el sol, amarillas hasta el infinito, con ocasionales motas verdes de árboles enanos y retorcidos y erupciones rocosas, rarísimas a los ojos de un tico acostumbrado a montañas de formas sinuosas. Es la estación lluviosa, pero el suelo es duro y pedregoso.

Mis amigos le pagan el doble de lo que por aquí se estila pagar a un trabajador rural. Aquí es Polokwane, la capital de la provincia más norteña de Sudáfrica. Maku pide que le retengan la mayor parte del salario, que le den solo lo básico para comprar algunos tomates, harina de maíz para el potaje (su comida básica) y, por supuesto, air time para el celular. De lo contrario, nos dice, se lo bebería todo en esa cerveza de alambique hecha a base de maíz que todos toman aquí. Cada tanto pide sus ahorros y los envía a su familia, unos cien dólares mensuales.

¿Dije que Maku es de Zimbabwe? Es un nica en Costa Rica, mexicano en los Estados Unidos, marroquí en Murcia, albano en Italia. Es un rostro, son millones de rostros. En un mundo con horizontes cada vez más lejanos, todos escapan de sociedades que condenan a las personas a la nada, de Gobiernos cleptócratas cuya consigna es la de robar a pobres. Los muros y policías son inútiles anacronismos de esa otra globalización que se hace con los pies y se firma con la desesperación. Los nuevos lugares no son la tierra prometida, pero hay trabajo y hasta gente buena como mis amigos. Sin embargo, también son sitios donde campea el desprecio: la culpa de los males siempre la tienen los de afuera (según se afirma, los nigerianos controlan el tráfico de drogas). Al otro lado del mundo también calienta el sol: diferentes colores, pero historias similares.

(La Nación)

Jorge Vargas Cullel | 10 de Enero 2008

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