No hay nada más sabroso que andar zapatos viejos, esos que se han amoldado al pie y en ninguna parte chiman. Zapatos que aunque los embetunemos escrupulosamente, siempre lucen opacos y pero al andar se sienten como un guante.
En este mundo de apariencias, donde vale más parecer ser feliz que serlo, la gente usa zapatos que le aprietan, sacan juanetes y deforman el pie, todo en aras de la elegancia y porque llegan al extremo de fijarse más en los zapatos que lleva una persona y no en su inteligencia, su corazón, sus valores o su personalidad.
Valemos por lo que tenemos, no por lo que somos y así todo se va trastocando, comenzando por los pies.
En el país de zapatos vemos, deudas no sabemos, hay personas que tienen más zapatos que días del mes o de la semana. Probablemente muchos de ellos “sacados de fiado” y la mayoría constituyen una verdadera tortura, que repercute en daños a la columna vertebral.
Vale más aparentar que disfrutar una vida de calidad.
Y en el caso de las mujeres, el zapato sirve para darle la elegancia de una garza aunque a cada paso que dan pareciera van a irse de bruces o despeñarse. ¡Y Dios libre la cartera no combine con los zapatos!
Uno de estos días al bajarme del bus cuando iba hacia el trabajo, una mujer le dijo a otra “mamá, ¿qué son esos zapatos tan feos”? y la madre ya mayorcita le respondió “sí, pero son cómodos”. De veras que la sabiduría se adquiere con el tiempo.
Y al llegar a casa ese día comprobé con satisfacción que aunque no tengo sabiduría, todos mis zapatos son viejos, además sólo tengo tres pares y dos de sandalias para los días calientes. De todos modos, cuando salgo siempre quedan ociosos cuatro pares en la casa. ¿Y carteras? ¡Ninguna!… ¿para qué las voy a ocupar si ya ni plata nos dejan tener entre tagarotes y los maleantes?
Flora Fernández | 10 de Diciembre 2007
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