Por Mauricio Rossell
La serie de reformas impulsadas por Nicolas Sarkozy desde su asunción como presidente de Francia ha generado una nueva oleada de protestas sociales que se viene a sumar a la conflictiva social que desde hace varios años aqueja a aquel país.
La eliminación de los regímenes especiales de jubilación, la ley de autonomía de las universidades, la reforma judicial y la reducción de los funcionarios públicos son algunas de estas medidas que movilizan a muchos actores sociales organizados; sumados a la desigualdad e inequidad que sufren la mayoría de los franceses; el incremento en los niveles de desempleo, miseria y violencia; así como un sentimiento generalizado de abandono por parte del gobierno; se constituyen en las principales causas generadoras del descontento social que vive hoy el país galo.
La sociedad francesa es una sociedad cada vez más individualista, más fragmentada, más alejada de la búsqueda del interés colectivo.
Se trata de una sociedad capitalista acorralada por un modelo económico que atenta contra la cohesión social; que promueve las diferencias entre las clases sociales, la disociación y el alejamiento entre connacionales y el asilamiento de barrios enteros; que genera empleos cada vez más precarios; y alienta la disminución drástica de los medios orientados a la atención de los programa sociales de desarrollo.
Por un modelo excluyente que apoya el nuevo presidente conservador y que, además de sesgar a parte de la sociedad francesa, se tiñe de graves manifestaciones racistas que amenazan la paz civil y han empujado a la población marginada a reaccionar con acciones seudonacionalistas a través de las cuales buscan recuperar parte de la cultura e identidad que les niega la ciudadanía que los alberga.
Hoy dos Francias se encuentran cara a cara. Ello es el resultado de una fractura social que no ha sido capaz de resolver el multiculturalismo ingenuo que, como expresión del pluralismo cultural, se ha orientado a promover la no discriminación por razones de raza o cultura, el reconocimiento de la diferencia cultural así como el derecho a ella.
Que se opone a la tendencia presente en las sociedades modernas, como la francesa, a la unificación y universalización cultural; que enaltece y pretende proteger la diversidad cultural; y que lucha en contra de las frecuentes relaciones de desigualdad que sufren las minorías respecto de las culturas mayoritarias en todos los países del orbe.
Hoy en Francia viven, por un lado, los franceses nacidos en Europa y que se reconocen como tales; y por el otro, aquellos nacidos en África y en la zona del Magreb, quienes ven a los valores e intereses de su país como algo ajeno; que viven discriminados y confinados en guetos; y no comparten ningún sentimiento de pertenencia con su país.
Este es el verdadero problema que vive hoy la República Francesa. Un problema que tiene en jaque a este país. Pero no todo está perdido.
Como señala Alain Touraine, es posible “vivir juntos con nuestras diferencias”, gente con ideas, valores y creencias distintas. Claro que no es sencillo, pero es y debe ser el tema de la democracia de hoy.
En su obra Pourrons-nous vivre ensemble?, Touraine plantea que el proceso de subjetivación es la única salida que existe a la ruptura que produce la globalización, por un lado, y la identidad comunitaria, por el otro, y concibe a éste como la construcción del sujeto a través de la búsqueda de una felicidad que no puede nacer más que de la recomposición de una experiencia de vida personal que no puede y no quiere escoger entre los dos polos que se le ofrecen. Proceso que, por cierto, reconoce como algo siempre amenazado y siempre inacabado.
¿Suena utópico? Quizá. Pero parece que son de las pocas soluciones que tenemos ante un fenómeno como éste.
(El Universal - México)
Columnista huésped | 12 de Diciembre 2007
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