Tras los exagerados aguaceros de las últimas semanas, en estos días la prensa informó del deterioro e incluso del riesgo de un colapso del puente ubicado en La Valencia, en Heredia. Pero lo curioso es que, de oculto que está entre la vegetación, es difícil percatarse de que ahí debajo hay un riachuelo que a veces gana gran caudal, y es la quebrada Bermúdez, la cual es bastante extensa y delimita a los cantones de San Pablo y Santo Domingo.
Debo confesar que para mí ese sitio era intrascendente, hasta que me topé con una curiosidad histórica, cuando empecé a hurgar en la vida del médico y naturalista alemán Karl Hoffmann -y también Cirujano Mayor de nuestras tropas en la Guerra Patria-, sobre quien escribí dos libros recientemente. Veamos de qué se trata.
Durante su corta permanencia en Costa Rica -de apenas cinco años y medio-, que culminó con su prematura muerte, pues no había cumplido aún 36 años de edad, realizó dos expediciones a los volcanes Irazú y Barva, de las cuales nos legó sus experiencias e impresiones en sendos y hermosos relatos, los cuales aparecen en el primero de mis libros.
Pues, bien, cuando leí el relato acerca de su recorrido hasta el volcán Barva, hubo una sección en que me desubiqué por completo. Dice que él salió de San José con su compatriota y colega Juan Braun una mañana de agosto de 1855 bajo un “cielo azul profundo, sin la más pequeña nube, y el aire estaba tan transparente que las montañas lejanas parecían haberse acercado a la proximidad más grande; árboles, campos y praderas lucían el verde más espléndido, iluminados por el cálido brillo del sol”. Pronto en sus cabalgaduras atravesarían “el rápido, pequeño y espumoso río Torres”, y cruzarían “el caserío de La Uruca, rico en haciendas de café […] y la quebrada del más importante pero no menos torrencial Virilla, sobre un sólido puente de piedra”.
Es decir, estaban transitando por el Camino Nacional, el mismo que -atravesando Barreal, Belén, San Rafael de Alajuela, Los Llanos y los Montes del Aguacate- en la estación seca permitía a centenares o miles de carretas trasladar el café hacia los barcos extranjeros que fondeaban en Puntarenas.
Relata él que, tras abandonar esa importante ruta “doblamos hacia la derecha siguiendo en dirección al norte. Pronto nos llevó nuestro camino a la quebrada del riachuelo La Bermúdez, desde donde se sigue en dirección un poco al oeste hasta la pequeña ciudad de Heredia, distante dos leguas de San José. A menudo mi profesión me había dado oportunidad de recorrer ese camino, pero nunca pude pasar sobre el puente que conduce sobre La Bermúdez sin quedar agradablemente sorprendido y conmovido de lo suave y encantador del cuadro de la vegetación que se ofrecía a mis ojos”. Es decir, al llegar a la intersección donde hoy está el cementerio Jardines del Recuerdo, habían tomado la actual ruta hacia Heredia.
Hasta ahí todo estaba claro para mí. Pero, ¿cómo entender lo que seguía? En sus palabras, “ambas paredes de esta barranca, casi verticales, que se alzan hasta cerca de 100 pies, están totalmente cubiertas de plantas silvestres de un verde con diversas tonalidades”, y después casi extasiado aludía a las formas de la vegetación, “con floración de diversos colores, todo entretejido, formando un tapiz multicolor” y a sus enervantes fragancias.
Es decir, según Hoffmann, en tan hermoso paraje había entonces unos riscos de más de 30 metros, no fácilmente superables. Y de ello da fe él mismo, durante el viaje de retorno, al enfrentar una “revolución de la naturaleza” cuando “una horrorosa tempestad se descargó sobre la ciudad de Heredia y sus alrededores. En pocos minutos fueron convertidas las plazas y las calles en lagos y ríos, los relámpagos y rayos se sucedían los unos a los otros, y los truenos de una fuerza no conocida en Europa hacían estremecer las casas y resonaban como salvas lejanas de artillería pesada retumbando en las montañas”.
Pero, “confiando en nuestras excelentes bestias y en nuestra estrella, salimos trotando alegremente de allí”, aunque “el camino estaba horroroso. Parecía como untado de jabón, y las pobres cabalgaduras se balanceaban […], de modo que el sudor de la angustia les salía por la piel. Resolvimos lo que en tales casos se emplea aquí como remedio usual, esto es, cabalgar de prisa, pues la bestia siente que el jinete tiene el valor de impulsarla al galope, adquiere también confianza en sí misma y pisa con más seguridad apretando el casco, no herrado, más fuertemente contra el suelo”.
Bien espoleadas las bestias, avanzaron rumbo a la capital, pero los esperaba lo peor en la cuesta de La Bermúdez, donde “llegamos felizmente a la orilla de la pendiente del riachuelo, pero aquí se nos hizo claro que la peor parte del camino apenas la habíamos recorrido. El señor Braun se apeó de la mula, soltó el cabestro y trayéndola detrás de él, trató de alcanzar el suelo hacia el fondo del cauce. Al ver esto, llegué a la conclusión de que de esta manera es más peligroso bajar la cuesta a pie que subirla a caballo, pues si se le falsearan los pies a la bestia rodaría hacia abajo, cayendo sobre su guía y arrastrándolo consigo en su caída”.
Después, “tan pronto como mi bestia hubo llegado a la pendiente resbaladiza no halló apoyo en sus patas delanteras, por lo que juntó a éstas las traseras y dobló las corvas. Entonces, como conocedor de esta costumbre, yo apoyé a este inteligente animal doblando el cuerpo hacia atrás, e inmediatamente resbaló con la velocidad de una flecha, unos 20 o 30 pies cuesta abajo, donde había un resalte en el camino. Dio algunos pasos y repitió la maniobra varias veces, hasta que llegó al puente colocado sobre el riachuelo”.
Y, para rematar la faena, “ahora se trataba de trepar la otra no menos empinada y resbaladiza cuesta. Dejé a la bestia descansar un poco y la hice galopar después. Me incliné hacia delante, tanto que mi cabeza descansaba entre las orejas de ella, y la espoleé y golpeé con el chilillo tan fuerte como pude, de modo que llegó felizmente arriba, empleando todas sus fuerzas”.
Muy confundido, preguntándome dónde diablos está ese escarpado terreno, seguía perdido en mi interpretación del relato, y así quedé por largo tiempo. Por fortuna, el enigma se resolvería meses después, cuando conocí al hoy amigo Juan Manuel Castro, topógrafo de profesión y gran estudioso de los caminos desde la época de la colonia.
Con detalle, él me mostraría cómo, para construir la actual carretera hacia Heredia, tan abrupto terreno fue fuertemente modificado mediante notables obras de ingeniería, de modo que hoy tan solo permanece una más bien suave y disimulada hondonada, acentuada en el punto donde reposa el discreto puente de La Valencia, del cual se perciben apenas las barandas metálicas.
Pues, sí, ya aclarado el acertijo, ¡quién habría de imaginar que en ese mismo punto -hoy víctima de la inclemente estación lluviosa actual- alguna vez, hace siglo y medio, vivieron tales aprietos esos infatigables y audaces exploradores alemanes!
Luko Hilje | 28 de Noviembre 2007
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