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De música marcial y colores patrios

Luko Hilje | 19 de Noviembre 2007

Quienes con frecuencia escribimos, bien sabemos que la inspiración para hacerlo puede surgir en cualquier momento y lugar, generalmente de manera súbita e impensada. Y es de suponer que quienes componen música o practican cualquier otro tipo de arte, también viven situaciones análogas con las llamadas “musas”. Por tanto, uno podría esperar que, por insondables fuerzas demiúrgicas, un color suscite sensaciones y sentimientos que bien podrían traducirse en bellos acordes musicales.

Traigo esto a colación porque en días pasados, en la sección “En detalle”, especie de acertijos visuales que se publica a diario en La Nación -con la cual colaboro a menudo, pues siempre he sido aficionado a la fotografía-, se consignó una información errónea, al incluir una foto del busto de don Manuel María Gutiérrez, ubicado frente a la iglesia de El Carmen, en su Heredia natal.

Ahí se indica que Gutiérrez se inspiró en los colores de nuestra bandera para componer la música del Himno Nacional, lo cual es erróneo. Quien redactó ese pie de foto, de seguro se confundió con la letra de nuestro himno, que está sí está concebido en el significado de los colores azul, blanco y rojo para el poeta don José María (Billo) Zeledón. Y puedo afirmar esto porque -por pura coincidencia-, la víspera de que apareciera la infundada afirmación, estaba leyendo el libro Manuel María Gutiérrez (UNED, 1994), en el cual el recordado historiador don Carlos Meléndez aporta una rica semblanza de tan notable personaje.

Es bien sabido que, desde nuestra independencia en 1821, nunca tuvimos himno, y tampoco lo tendríamos al constituirnos en República el 31 de agosto de 1848, en el gobierno de don José María Castro Madriz. En cambio, nuestra bandera actual ondeó por vez primera el 12 de noviembre de ese mismo año en la Plaza Principal (hoy Parque Central).

Como que se pecó de indolencia al respecto o no hubo necesidad alguna de tenerlo, hasta que una situación de emergencia obligó a contar con uno. ¡Ah improvisación, tan propia de nuestra idiosincrasia! Ello ocurrió a raíz de la visita de los emisarios Charles Wyke y Robert Walsh, inglés y estadounidense respectivamente, quienes venían en misión oficial, asociada con la posible construcción de un canal interoceánico entre Nicaragua y Costa Rica como parte del frustrado tratado Webster-Crampton. Llegados a San José el 8 de junio de 1852, tres días después serían recibidos de manera oficial por el presidente don Juanito Mora.

Cuenta don Carlos, basado en un testimonio de don Otoniel Pacheco, escrito de 1893, que fue el francés Gabriel Lafond de Lurcy quien preguntó a don José Joaquín Mora -hermano del presidente y entonces Comandante General de nuestro ejército-, acerca de nuestro Himno Nacional. Apenado, éste reaccionó llamando a Gutiérrez, quien era el Director de Bandas, quien argumentó -de 23 años de edad- no tener la capacidad para acometer tal compleja tarea; ante tal negativa, Mora amenazó con arrestarlo por 30 días, por lo que tuvo que acceder. Como Lafond -quien tenía un puesto consular y, además, estaba involucrado en la colonización del país y la construcción de caminos- era militar de alta graduación y sabía de música marcial, Gutiérrez le preguntó qué hacer, y éste lo asesoró con innegable tino.

Con sabiduría de gallo viejo, le dijo: “Compra una botella de coñac, retírate de noche a tu pieza, enciérrate allí solo, y haz lo que puedas”. Y, en efecto, enclaustrado en un aposento del Cuartel Principal (donde está hoy el Teatro Melico Salazar), a la una de la madrugada, a la par de una botella vacía, en un ajado pentagrama surgía a la historia nuestro Himno Nacional. No se indica la fecha exacta en que sucedió esto, ni tampoco de cuánto tiempo dispuso la banda para practicarlo, pero nuestro himno sería ejecutado bajo la batuta de su propio autor el 11 de junio en el Palacio Nacional (en la esquina sureste de la cuadra que hoy ocupa el Banco Central), ante tan prominentes visitantes.

En alguna ocasión, Gutiérrez le revelaría cuál era la concepción musical del himno a don José Dávila Solera, herediano humilde a la vez que portentoso, pues era un destacado pianista, así como autodidacta traductor de textos del alemán al español (incluyendo los hermosos relatos del Dr. Karl Hoffmann de su ascenso a los volcanes Irazú y Barva, que incluí en el libro que publiqué sobre éste el año pasado). El le narró que, sin saber siquiera cómo proceder ante la imperiosa solicitud del general Mora, consultó con el omnipresente Lafond -a quien le dedicaría el Himno, como consta en su primera edición impresa, hecha en París en 1864-, y ocurriría esto:

“El resultado de la consulta es la descripción musical de la escena en que al salir del cuartel el Pabellón Nacional es saludado por el ejército con las armas presentadas. El cuarto de tiempo del undécimo compás con el calderón inicial del duodécimo, representan la inclinación de la bandera para recibir la bendición del capellán de la tropa. Los compases finales de la frase siguiente, reafirman la presentación respetuosa y entusiasta de las armas. Las frases del período siguiente marcado pianísimo dolce, es la plegaria silenciosa o secreta del recuerdo de la familia que se abandona con la ofrenda de la sangre en el altar de la patria; y el final reproduce la decisión de los primeros compases del himno”.

Aunque esta jerga de las artes musicales es incomprensible para un profano como uno, denota una estrecha relación con un protocolo militar asociado con la bandera patria, más algunos otros elementos de carácter civil. Es decir, es más que claro que no alude en ninguna parte a los colores de nuestra bandera, como se consignó en la sección “En detalle”.

Y, bueno… tras su ejecución de junio de 1852 ahí quedaría ayuno de letra nuestro Himno Nacional, por lo que no pudo acompañar como canto de guerra a nuestras tropas durante la Campaña Nacional contra los filibusteros. En su lugar, sin embargo, contaban con varias piezas musicales y, en especial, con el himno intitulado Antes de salir el ejército para la Campaña, cuyo estribillo decía: “Preparemos las armas invictas / en defensa de patria y honor; / les dará nuevo lustre la gloria, / nuevo brillo los rayos del sol”. Compuesto por el guatemalteco Tadeo Nadeo Gómez y musicalizado por el español Alejandro Cardona y Llorens, fue estrenado en noviembre de 1855 en una serenata llevada al presidente Mora en su hacienda Hannover, en San Rafael de Alajuela, tras la emisión de su primera proclama sobre la guerra que ya se avizoraba, como lo ha mostrado Juan Rafael Quesada en su libro Clarín patriótico.

Pero no hay que olvidar que el propio Gutiérrez fue el director de nuestra banda militar en el frente de batalla, donde compuso la marcha Santa Rosa, y también destacaría como combatiente en la batalla de Rivas, lo que inspiraría al recordado maestro Carlos Luis Altamirano para escribir “El jinete número siete”, uno de sus Cuentos del 56, verdadera joya literaria hoy agotada, y que debiera reeditarse.

Retornando a nuestro Himno Nacional, permanecería huérfano de letra por nada menos que medio siglo, pues no sería sino hasta 1903 que ese gran poeta, patriota e indomable liberal y demócrata que fue don Billo Zeledón acometería la labor de componer una letra que calzara a plenitud con los acordes existentes. Incómoda pero, sin duda, fructífera labor, pues la cópula y fusión final de letra y acordes tienen el poder y la fuerza de galvanizar nuestras almas cada vez que escuchamos nuestro himno y, al entonarlo, afirmar el compromiso porque en esta amada tierra prevalezcan siempre, siempre, siempre, el trabajo y la paz.

Luko Hilje | 19 de Noviembre 2007

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