• Por primera vez se publica en castellano El Instante (Editorial Trotta - Madrid), la compilaci�n de los n�meros de la revista hom�nima, �ntegramente escrita por el fil�sofo dan�s. En esos textos, combati� ferozmente la hipocres�a de la religi�n oficial
Por Mar�a del Carmen Rodr�guez
“En un pasaje de su Rep�blica, Plat�n dice, como se sabe, que s�lo se puede llegar rectamente a algo cuando acceden al gobierno los que no tienen deseo de ello. Su idea es que, suponiendo que haya idoneidad, el no deseo de gobernar es una buena garant�a de que se gobernar� verdadera y competentemente, mientras que quien s�lo tiene af�n de gobernar se convierte con demasiada facilidad o bien en alguien que malversa su poder para tiranizar o bien en alguien a quien el deseo de gobernar coloca en una oculta relaci�n de dependencia respecto de aquellos sobre quienes tiene que gobernar, de modo tal que su gobierno en realidad se convierte en una ilusi�n.”
Con esta alusi�n al poder y a una verdad pol�tica cuya actualidad no requiere comentarios comienza El Instante n� 1, el primer n�mero de la revista que S�ren Kierkegaard public� entre mayo y setiembre de 1855, momento en que lo sorprendieron la enfermedad y la muerte, cuando a�n no hab�a concluido el d�cimo n�mero. Los n�meros de esa revista constituyen hoy un libro, traducido por primera vez al espa�ol, directamente del dan�s, por Andr�s Albertsen (pastor de la Iglesia Dinamarquesa de Buenos Aires), en colaboraci�n con el equipo de la “Biblioteca Kierkegaard”, y publicado por la editorial Trotta (Madrid), que emprendi� la tarea de editar la inmensa obra del rebelde de Copenhague, “autor religioso” por elecci�n (y �l dir�a, por elecci�n de Dios) y fil�sofo a pesar de s�. Tambi�n a pesar de s�, “con idoneidad contra el deseo” -escribe, haci�ndole eco a la cita de Plat�n-, tuvo que abandonar la tarea de escritor en la que “pod�a esperar horas, d�as, semanas para encontrar la expresi�n exacta a la que quer�a llegar” y se sinti� obligado a actuar “en el instante”, en estos textos urgidos donde despliega una cr�tica militante -y feroz- destinada a combatir p�blicamente la hipocres�a del establishment oficial de la iglesia y de los cristianos “domingueros”.
�Por qu� se sinti� obligado a actuar “en el instante”? Es una historia tan intensa como su vida. S�ren Aabye Kierkegaard naci� el 5 de mayo de 1813 y fue el s�timo hijo de Michael Pedersen Kierkegaard (un gran comerciante en telas de Copenhague) y de Anne Lund. De constituci�n fr�gil (ten�a una pierna m�s larga que la otra, rasgo que le valdr�a m�s de una caricatura en medio de los esc�ndalos que supo sembrar), se destacaba de peque�o por su ingenio, por la agudeza de su lengua y por su inteligencia, y dio en ser el preferido del padre, con quien no tendr�a siempre una relaci�n f�cil y de quien heredar�a -seg�n sus palabras- tres disposiciones b�sicas: la imaginaci�n, la dial�ctica y la melancol�a religiosa. El padre conoc�a la filosof�a racionalista y la teolog�a popular del siglo XVIII, y se reun�a en su casa con el pastor y te�logo luterano Jacob P. Mynster, primer educador de S�ren e involuntario inspirador, a�os m�s tarde, de El Instante. Matriculado en teolog�a en la Universidad de Copenhague en 1830, S�ren termin� sus estudios en 1840, dos a�os despu�s de la muerte de su padre (ya hab�a visto morir a cinco de sus hermanos y a su madre), y en 1841 defendi� brillantemente su tesis de doctorado sobre El concepto de iron�a constantemente remitido a S�crates.
Poco despu�s rompi� su noviazgo con Regina Olsen, de quien se hab�a enamorado en 1837 (cuando ella no hab�a cumplido a�n quince a�os y �l le llevaba diez) y con quien se hab�a comprometido en 1840. Subrepticiamente, le devolvi� en 1841 el anillo de compromiso con una carta de ruptura, que a pesar de los ruegos de Regina fue definitiva. No es dif�cil imaginar que un hecho de ese tenor pod�a ser escandaloso en la Dinamarca de esa �poca.
M�s asombroso es que en un coloquio en ocasi�n del 150� aniversario de Kierkegaard, organizado en Par�s en 1964 por la Unesco, un fil�sofo como Jean Hyppolite se mostrara “irritado” por la actitud de Kierkegaard frente a Regina, lo cual indica hasta qu� punto la vida y la obra del autor dan�s son inextricables. Se puede decir que Regina fue su “musa inspiradora” -no dej� de amarla nunca y siempre estuvo al tanto de su vida-, o tambi�n que las nociones que estaban gener�ndose en el autor dan�s se pusieron “en acto” en el instante de la ruptura, que era un instante de decisi�n. O lo uno o lo otro: o bien contra�a matrimonio con Regina, o bien respond�a al llamado de transformarse en un autor religioso, y en tal caso Regina hab�a sido un “se�uelo”, escribe en su Diario, que le hab�a tendido Dios.
“Parecer�a casi que fueran necesarias dos individualidades en un hombre para que sea un hombre completo”, escribe tambi�n en su Diario. Y fueron necesarias dos individualidades para que �l llegara a ser un autor completo. Una de ellas adopt� en cada obra el nombre y el punto de vista de uno o m�s autores pseud�nimos y debut� en 1843, con O lo uno o lo otro (“publicado” por V�ctor Eremita, que a su vez “reproduce” los manuscritos de un joven esteta, A; el conocido Diario de un seductor, atribuido a un tal Johannes, y las cartas que un personaje m�s anclado en lo �tico le escribe al joven A) y la publicaci�n simult�nea, ocho meses m�s tarde, de Temor y temblor (firmado por el poeta Johannes de Silentio) y La repetici�n (firmado por el ironista Constantino Constantius). La estrategia de la pseudonimia, que dio lugar a una verdadera “comedia de autores” y al despliegue de una escritura pluriestil�stica (donde los relatos enmarcados, los di�logos, las cartas, las efusiones l�ricas y el discurso especulativo se responden en contrapunto) formaba parte del “m�todo de comunicaci�n indirecta” concebido por el dan�s, que afirmaba que la verdad no pod�a decirse a trav�s de la comunicaci�n directa y apostaba al equ�voco, al malentendido, a la iron�a y al humor para que su lector, su “contempor�neo”, reflexionara en busca de su propia verdad, de su propia “subjetividad”.
“Ser escritor: eso s� que me agrada. Si tuviera que ser sincero, deber�a decir que estuve enamorado del producir, pero con una aclaraci�n: a mi modo”, escribe Kierkegaard en El Instante. Y el modo de producir de su primera individualidad de autor, que “presta” su pluma a los pseud�nimos, ese modo tan alejado del discurso sistem�tico hegeliano que es uno de sus blancos de ataque, lo transform�, a pesar de s�, en fil�sofo (o en “fil�sofo-artista”, como Nietzsche). Basta con decir que en su obra pseud�nima se acu�a la noci�n de “existencia” y muchas otras nociones que retomar�an Jaspers, G. Marcel, Sartre y, por supuesto, Heidegger. Y que, m�s all� de las “filosof�as de la existencia”, insiste si se lo echa por la puerta (como el socr�tico t�bano sobre el noble caballo) para volver a entrar por la ventana. Deleuze retoma la categor�a de la “repetici�n” kierkegaardiana en Diferencia y repetici�n y ejemplifica la noci�n de “personajes conceptuales” (en �Qu� es la filosof�a? ) con el Don Juan mozartiano de O lo uno o lo otro. Derrida vuelve a Temor y temblor (centrado en el “sacrificio de Abraham”) en Dar la muerte y la “Ant�gona” de Kierkegaard (fragmento de O lo uno o lo otro que circula hoy, como peque�o libro, en nuestro medio) es esencial en Ant�gonas, de Steiner. La “angustia” y la “repetici�n” son nociones que Jacques Lacan rev� expresamente en Kierkegaard y Alain Badiou le da una nueva vuelta de tuerca a su noci�n de alternativa (“o lo uno o lo otro”) en L�gicas de los mundos, segunda parte de El ser y el acontecimiento que ser� publicada pr�ximamente en espa�ol.
Los ejemplos podr�an multiplicarse, como se multiplicaron, simult�neamente, la obra pseud�nima del dan�s (El concepto de la angustia, Migajas filos�ficas, Posdata a las ” Migajas filos�ficas”, entre otros t�tulos) y su obra aut�nima. Esa es su segunda individualidad de autor, y ambas se desarrollaron tan prol�ficamente que �l calificaba su producci�n de “demon�aca” (el personaje “demon�aco” por excelencia es, en su obra, Fausto, con el que m�s de una vez se identific� en su Diario). Adem�s de su tesis doctoral y de sus escritos en peri�dicos y revistas, la obra firmada por S�ren Kierkegaard est� compuesta esencialmente por una cantidad apabullante de Discursos edificantes (s�lo en 1843, a�o en que debut� su obra pseud�nima, public� nueve), que tienen por eje el Nuevo Testamento, y los textos que conforman El Instante, que fueron precedidos por un esc�ndalo. No era el primer esc�ndalo protagonizado por el dan�s. En 1845, descontento por una cr�tica al texto pseud�nimo Etapas en el camino de la vida publicada en el peri�dico El corsario, hab�a escrito un mordaz art�culo de denuncia contra ese medio, que no tard� en atacarlo caricaturiz�ndolo y present�ndolo como objeto de mofa, con apodos como “el profesor o lo uno o lo otro” (apodo que recordar� en El Instante) o “el fil�sofo de los pantalones desiguales”, frases que los ni�os -hasta entonces, sus interlocutores preferidos- le repet�an por la calle.
Todos los protagonistas del incidente sufrieron sus consecuencias, especialmente Kierkegaard, que pens� en dejar de escribir pero dedujo, luego, que el esc�ndalo lo se�alaba como excepcional y deb�a luchar con m�s br�o, contra la Iglesia establecida, en sus Discursos… Para �l, el esc�ndalo era una categor�a existencial y religiosa (el “esc�ndalo de la cruz”), como lo eran la paradoja (el Dios-Hombre, esa “pasi�n del pensamiento”) o la contemporaneidad (no la hist�rica, sino la que se deriva de ser “contempor�neo” en Cristo), y s�lo existiendo intensamente se pod�a pensar en las categor�as existenciales, por lo cual el esc�ndalo “en acto” lo conectaba con el esc�ndalo infinito. En cuanto a sus Discursos…, escritos para ser le�dos, buscaban ser tan inquietantes como el mensaje cristiano, en contraposici�n con los sermones “tranquilizantes” de los pastores, a los que calificaba de “funcionarios del Estado”. Incluso al pastor Mynster, su “primer educador”, que fue el conductor espiritual de Dinamarca durante medio siglo y muri� el 30 de enero de 1854. Quien aspiraba a su sucesi�n, Hans L. Martensen, pronunci� entonces el elogio f�nebre en el que calificaba a Mynster de “testigo de la verdad”. �C�mo llamar “testigo de la verdad” a quien, tan alejado del mensaje del Nuevo Testamento, hab�a vivido c�modamente y recibido honores en su brillante carrera?
Eso es, a grandes trazos, lo que Kierkegaard planteaba en un art�culo publicado en el peri�dico F 153 (unknown) drelandet, en diciembre de 1854, cuando ya hab�a asumido sus funciones Martensen, que no tard� en responder. Tampoco Kierkegaard, que escribi� prontamente otros veinte art�culos, en el mismo medio y con el mismo tono provocador. El esc�ndalo lo llamaba y, para desenmascarar la hipocres�a de la iglesia establecida y “limpiar el aire”, se sinti� obligado -con idoneidad contra el deseo- a fundar su revista y “actuar en el instante”. Cabe recordar que el “instante” es tambi�n una categor�a existencial (“El instante es el equ�voco en que el tiempo y la eternidad se tocan”, escribe Vigilius Haufniensis, autor pseud�nimo de El concepto de la angustia) y a�adir que, cuando Kierkegaard titula su revista El Instante, al final del primer n�mero, aclara: “Sin embargo, no quiero que sea ef�mero, como tampoco ha sido ef�mero lo que he querido hasta ahora. No, fue y es algo eterno: del lado de los ideales contra las ilusiones”.
Del lado de los ideales del cristianismo y contra las ilusiones de una “cristiandad” que, como el Estado, es proporcional a las cifras, mientras que “el cristianismo es inversamente proporcional a las cifras, y cuando todos se han hecho cristianos, el concepto cristiano ha muerto”.
Nietzsche anunciar�a la “muerte de Dios” en los t�rminos “sagrados demasiado sagrados” de Zaratustra, Kierkegaard denuncia el “crimen” de la cristiandad en t�rminos “profanos demasiado profanos”, te�idos de irreverencia, iron�a y humor. Que a una entidad “tan razonable como el Estado” se le ocurra que lo humano puede proteger lo divino implicar�a que “el Dios de los cielos carece totalmente de inteligencia, en especial de la alta inteligencia del Estado; es un pobre tipo de pocas luces de la vieja escuela con la ingenuidad suficiente como para pensar que cuando se quiere coser hay que hacer un nudo en el hilo”. En cuanto a los pastores, funcionarios de tal entidad, necesitan “pescar” muchos cristianos (por ventajas pecuniarias, por poder) desde ni�os, lo cual “no cuesta nada; consigamos los ni�os, entonces les echamos a cada uno un chorrito de agua en la cabeza -y ya es cristiano” (para Kierkegaard, no se nace ni se “es” cristiano: “devenir cristiano” es la tarea de toda la existencia). Tambi�n necesitan muchos disc�pulos, cuando Cristo -arremete- “era mucho m�s prudente. Por eso en tres a�os y medio consigui� once -mientras que un ap�stol en un d�a, aproximadamente en una hora, consigui� tres mil disc�pulos de Cristo”. La propagaci�n (hay que “ganar” cristianos, algo que la historia se encarg� de demostrar), la expansi�n y el poder vac�an el mensaje del Nuevo Testamento, cuya dificultad reside en haber presentado todo “a gran escala” (incluso los equ�vocos y los extrav�os) y en no haber previsto la “mediocridad, la estupidez” de la multitudinaria “cristiandad”.
Huelga decir que esta cr�tica militante a la hipocres�a religiosa va m�s all� del contexto en el que Kierkegaard combat�a; m�s all�, tambi�n, de la religi�n, ya que no es dif�cil advertir que la hipocres�a, la propagaci�n, la expansi�n y el poder “vac�an” la pol�tica de todo contenido, como el “deseo” de gobernar al que se refiere Plat�n y que abre El Instante. En ese combate dej� la vida Kierkegaard, que se muri� “pataleando” -valga la irreverencia- el 11 de noviembre de 1855, un mes y algunos d�as despu�s de su internaci�n, per�odo en que no quiso recibir a ning�n miembro de la iglesia establecida, ni siquiera a su hermano mayor, que hab�a abrazado la carrera de pastor. S� recibi� a su sobrino y a su amigo de toda la vida, Emil B�sen, que tom� nota de sus �ltimos momentos y de su pedido de que se pusiera en su tumba la inscripci�n “Fue el Unico” (o el Individuo, o el Singular, seg�n las traducciones). “No hay, en los mil ochocientos a�os de cristiandad, nada an�logo, nada equivalente a mi tarea”, escribe en El Instante, donde tambi�n dice ser el �nico en no llamarse “cristiano”, ya que un cristiano es “a�n m�s raro que un genio”. Muchas anotaciones de su Diario permiten deducir que s� se consideraba un genio. En eco, en El Instante:
“Los genios son como los truenos: van contra el viento, asustan a los hombres, limpian el aire./ Lo establecido ha inventado numerosos pararrayos./ Y resulta. S�, vaya si resulta; y resulta que la pr�xima tormenta ser� a�n m�s seria.”
(La Naci�n – Buenos Aires)
Columnista huésped | 23 de Junio 2007
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