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Desintegrar un �tomo

Columnista huésped | 8 de Junio 2007

Por Yadira Calvo

Las mujeres del siglo XIX, se�alan Sandra M. Gilbert y Susan Gubar, viv�an “recluidas literalmente en la casa, recluidas de forma figurada en un �nico ‘lugar’, encerradas en salones y encasilladas en textos, aprisionadas en cocinas y conservadas en estrofas”. Este confinamiento, que abarc� tambi�n buena parte del siglo XX, se supon�a natural y se esperaba que las hiciera felices. El problema es que nunca se les hab�a preguntado si quer�an tanta felicidad como les recetaban. Solo se daba por un hecho, basado en la l�gica del inter�s patriarcal: si eso era lo que a los hombres les conven�a, eso era lo que a las mujeres querr�an hacer. Algunas, o m�s bien muchas, con vocaci�n art�stica o intelectual, encontraban inadmisible esta forma de vida, pero entonces eran declaradas patol�gicas.

As� pues, unos m�dicos afirmaban que el excesivo desarrollo del cerebro atrofiaba la matriz; otros, que atrofiaba los ovarios; en cualquiera de los dos casos atrofiaba a la mujer entera, porque se trataba de �rganos ambos que, seg�n se daba por un hecho, dominaban todo el organismo femenino. Adem�s -se afirmaba- las intelectuales se volv�an inf�rtiles, con lo cual pon�an en riesgo el futuro de la especie, y por supuesto, resultaba “una aberraci�n” emplear en intereses personales las energ�as destinadas a la descendencia.

Los psic�logos, por su parte, apelaban a otro estigma: el “complejo de masculinidad”: la mujer creadora o intelectual, en realidad no era m�s que una frustrada con “un reprimido “deseo de ser hombre”, manifiesto en “intereses masculinos”: practicar un arte, ejercer una profesi�n o ganar un salario. Como dec�a Einstein, es m�s f�cil desintegrar un �tomo que desterrar un prejuicio. Aquellas que apreciaban sus propias capacidades y quer�an desarrollarlas de modo que no fuera haciendo pasteles y bordando manteler�a, experimentaron en carne propia lo que significaba vivir bajo estas concepciones: o se adher�an a los mandatos de la cultura sacrificando sus propios intereses; o los rechazaban, experimentando la censura externa y la autoinculpaci�n. Como consecuencia, en las clases media y alta empezaron a abundar las enfermas nerviosas.

Hay sobre esto un testimonio muy interesante. Una de las v�ctimas de estos mandatos culturales, la joven estadounidense Charlotte Gilman Perkins, al casarse se encontr� con que los asuntos dom�sticos y la maternidad le supon�an sacrificar pr�cticamente todos sus intereses individuales. Esto la condujo a la depresi�n. La depresi�n, a su vez, la condujo al consultorio del Dr. Weir Mitchell, y el Dr. Weir Mitchell estuvo a punto de conducirla a la locura. Le prescribi� una “cura de reposo” que comenzaba por guardar cama, aislarse de la familia, sobrealimentarse, recibir masajes y ocasionales descargas electricidad en los m�sculos. El tratamiento implicaba la prohibici�n de leer, escribir, coser, hablar y alimentarse por s� misma. Como remate, el m�dico le aconsej� llevar una vida tan dom�stica como le fuera posible, no dedicar m�s de dos horas diarias al trabajo intelectual; y no tocar una pluma, pincel o l�piz en lo que le quedara de vida. Si tomamos en cuenta que precisamente sus intereses intelectuales la llevar�an a ser una notable escritora, soci�loga, te�rica feminista, defensora del voto y de la libertad econ�mica de las mujeres, y que y para entonces solo contaba con veinti�n a�os, esto no era una prescripci�n m�dica sino una sentencia a cadena perpetua.

En un principio, Charlotte se someti� al tratamiento, pero como era de esperar, se sent�a cada vez peor. Entonces, decidi� abandonarlo, y con el prop�sito de advertir a otras, escribi� un relato, “El papel de pared amarillo”, en el que la protagonista, sometida al mismo r�gimen que a ella se le prescribi�, termina por enloquecer. Envi� una copia a Weir Mitchell, y se dice que aunque �l nunca manifest� haberlo le�do, “entendi� el mensaje y cambi� su tratamiento”. Pero otros m�dicos s� reaccionaron furibundos. Uno de ellos declar� que este cuento conten�a “un peligro mortal”, por lo que deb�a ser sometido a “la m�s severa censura”. De todos modos Charlotte sab�a que “no se puede estar erguida sin un golpe”.

Lo interesante de esta historia, a mi parecer, es que en ella se ve muy claramente que, como dice Elizabeth Fee, “mientras haya arraigadas distinciones sociales y pol�ticas entre sexos, razas o clases, habr� formas de ciencia cuya principal funci�n ser� la de racionalizar y legitimizar estas distinciones”. Es posible que el hecho de darse cuenta de esto y denunciarlo, no destierre los prejuicios, pero al menos podr�a contribuir a desintegrar algunos �tomos de la cultura patriarcal.

(La Prensa Libre)

Columnista huésped | 8 de Junio 2007

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