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El hombre del lago

Luko Hilje | Mayo 10, 2007 | 1227 palabras

Cada vez que visito el CATIE, no puedo evitar acercarme a la ribera del bello lago que engalana sus predios. Me confieso débil ante su magnetismo y su embrujo, recorriéndolo de día o de noche.

Fue por eso que hace dos años, cuando en el artículo “El laguito del CATIE” relaté su historia, también dije que “caminar de noche en torno suyo es placentero y balsámico, pues a los enervantes aromas nocturnos de estas mágicas tierras caribeñas se suma el rielar de las pocas luces vecinas sobre tan oscuro espejo, los brillantes puntos rojos que delatan los ojos de algún cocodrilo, los incesantes cantos de ranas y grillos, así como los intermitentes sonidos discretos de las garcillas, entre los que a veces se entremezclan los ásperos e inconfundibles graznidos de los raros e inefables chocuacos. Lo he circundado una y otra vez, aún bajo la lluvia, para colmar de paz mi corazón, para comulgar de manera silvestre con la magnificencia de la Creación”.

Pero, bien de mañana este 29 de marzo de 2007, entre la algarabía matutina de los cristofués y otras aves, el masivo aletear de decenas de blanquísimas garcillas bueyeras y el confiado pero incesante transitar de esos ingrávidos cirujanos o jacanas, todos celebrando un inusitado día de sol, calor y abundante luz, me topé con Olman y Rider. Ellos limpiaban el lago, extrayendo muy pesadas masas de esa vegetación acuática que, si no se ralea, impide que haya suficiente área despejada o espejo para atraer y acoger a las aves que allí llegan, y que -con su densa masa de raíces- convertiría al lago en no más que una ciénaga malsana.

Presto a tomar unas fotos, este hombre robusto, moreno y tímido que es Olman, taciturno como es, me dice: “Mañana viernes es mi último día aquí. Me pensiono”. Y, tras expresarle mi alegría y felicitación, replica: “Siempre quise terminar haciendo lo mismo hice cuando empecé aquí. Y, ya ve, se me dio”. Entonces me comenta que en estos 30 años de laborar en el CATIE tuvo otros puestos, pero era este el que más disfrutaba. Al instante lo comprendo, al percatarme de cómo instruye a Rider para no lastimar con el rastrillo los huevos de las aves que ahí anidan, así como sobre la manera selectiva de tratar la vegetación. Además, respetuoso, remarca los sitios exactos donde fueron esparcidas las cenizas de Joe Saunders y Bengt Bulow, dos extranjeros que se convirtieron en turrialbeños y prolongaron su estadía en estas aguas.

Viéndolo actuar, evoco de inmediato la foto de Olman en la carátula del librito Reflexiones profundas de un lago superficial que, con sorna y picardía pero gran cariño al CATIE, escribiera en 1989 el querido colega entomólogo salvadoreño José Rutilio Quezada. Pero es que, más que la foto, hay un capítulo entero dedicado al hombre de la panga, valga decir, Olman Marín Quirós.

En ese monólogo, el laguito es quien habla, para decirnos: “Seis de la mañana… Por mi orilla oriente, por mi esquina frente a la mansión del Director, el bote comienza a moverse, después de haber pasado toda la noche atado a un poste de madero negro. El hombre de la panga comienza su tarea cotidiana”. Y continúa narrando: “Con destreza va salvando los montículos de limo mientras la parte aguda de la quilla se abre paso entre los nenúfares, que le ofrecen el secreto perfume de sus hermosas flores rosadas y blancas de dieciséis pétalos y otros tantos estambres profundamente amarillos. El hombre de la panga va haciendo todo con amor, ya que lleva muchos años cuidándome, maquillándome. Conoce todos mis rincones y sabe cada detalle que debe ir corrigiendo diariamente para que yo siga siendo un lago. Mientras la embarcación avanza, él va computando las poblaciones de las distintas plantas invasoras”.

Tenaz, curtido por soles o interminables lluvias, así como sabio en la silenciosa labor de desbrozar esa reluciente película de agua, sobre su celador Olman el laguito expresa temores, advirtiendo que: “Por momentos me causa preocupación si ese hombre se enfermara, o renunciara a su trabajo, pues bastaría una semana de descuido para que me convierta en un pantano nauseabundo al acumularse el lodo, multiplicarse las plantas en su fiera competencia. […] Por eso aprecio tanto al hombre de la panga. […] Pero él sabe dónde y cuándo necesito ser liberado de porciones adecuadas de lodo y plantas. El nunca se ha propuesto erradicar a ninguna, pues se recrea con sus aromas y colores y les conoce sus estrategias para sobrevivir y competir, de tal modo que mantiene proporciones regulares de cada especie. […] Conoce los hábitos y necesidades de las gallinetas, gallitos de agua, peces, cocodrilos y zanates. […] El hombre de la panga, sin pretenderlo, es ecólogo, limnólogo, experto en manejo de malezas acuáticas, ictiólogo, herpetólogo, ornitólogo y poeta”.

Muy cierto todo esto acerca de Olman, como sucede también con tantos obreros que, aún con baja escolaridad, han sabido superarse cada día para realizar sus labores con encomio y calidad, para así engrandecer con su cotidiana y callada labor al CATIE y al Instituto Interamericano de Ciencias Agrícolas (IICA), su entidad precursora.

Puesto que, históricamente carentes de presupuesto permanente y sólido, tanto el IICA como el CATIE han dependido de la consecución de fondos -mediante proyectos externos- para subsistir y cumplir su necesaria y meritoria misión en América Latina, la inestabilidad laboral es una triste y consabida constante institucional. Es decir, a lo largo de su historia son muchos -aún altos jerarcas- quienes han llegado, pero muy pocos los que han permanecido, sobre todo debido a la conclusión del plazo de los proyectos en que han participado.

Diseñado hace casi 65 años por los gestores del IICA para combatir al zancudo Anopheles albimanus, vector de la malaria -pues el área que ocupa siempre se anegaba, y entonces se recomendó ampliarla y liberar peces ahí, para que consumieran las larvas de zancudos-, el laguito también se convirtió en un notable componente estético del campus, así como en un pequeño pero significativo refugio de aves. Es decir, como no se trata de un proyecto transitorio, sino de una realidad que demanda permanente atención, siempre ha habido quién acicale este bello lago.

Es por eso que, al reconocerlo así, el laguito se alegra de que su guardián: “Sin pretenderlo tampoco, tiene el empleo más estable y permanente del CATIE. Goza, pues, de sostenibilidad. […]. Desde su panga ha visto llegar e irse a directores, jefes, tesoreros, expertos en finanzas, pedagogos, científicos, asesores y consultores. La mayoría llegaron sonrientes y optimistas, empujaron proyectos, soñaron, amaron y odiaron, para irse después tristes y frustrados. Así los ha visto llegar e irse el hombre de la panga. Como llegan y se van las bandadas de pericos o las nubes opalinas que adornan el valle de Turrialba…”.

¡Sabias y proféticas palabras las de este laguito! Porque, culminada su prolongada y ardua faena, es Olman quien se marcha hoy, con la frente altiva por la satisfacción del deber cumplido. En su casa por fin disfrutará de un merecido y grato descanso junto a su familia, quizás nostálgico por la gente con que ha tratado, pero sobre todo por tantas criaturas que -sin entenderlo a plenitud ellas- intuyen que ya no está ahí ese parsimonioso hombre que, montado en la infalible panga, con tanto cariño y esmero supo cuidarlas y amarlas por tantos años.

Luko Hilje | Mayo 10, 2007

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