Tras d�as de zozobra y pesadumbre, en la madrugada del 12 de octubre de 1492 los tripulantes de la Pinta captaron una luz en medio del mar, sugestiva de la cercan�a de alg�n terreno macizo. Y, al descorrerse el manto de la noche, at�nitos quedaron quienes viajaban en aquellas tres carabelas, sintetizando en el grito “�Tierra!” todo el j�bilo que inundaba sus pechos. Con ese simb�lico acto quedaba conectado al mundo comercial el enigm�tico, vast�simo e insondable territorio de Am�rica.
Sin saber d�nde estaban y, tras ser recibidos pronto por los indios ta�nos o lucayos, avanzado ese d�a Crist�bal Col�n anotaba en su diario que, ya en tierra “vieron �rboles muy verdes y aguas muchas y frutas de diversas maneras”. Para rematar, al d�a siguiente indicaba que “esta isla es bien grande y muy llana y de �rboles muy verdes y muchas aguas y una laguna en medio muy grande, sin ninguna monta�a, toda ella muy verde, que es plazer mirarla”. Es decir, esa Guanahani (cuya identidad exacta a�n se desconoce, pero estaba en el archipi�lago de las Bahamas, y que ser�a rebautizada como San Salvador) colm� sus retinas del desmesurado, alucinante y embriagador verdor tropical, que se acent�a a�n m�s con las descomunales tormentas y lluvias caribe�as.
R�pido de movimientos, y desconociendo que tan hermosa isla estaba habitada por seres humanos con naturales y plenos derechos para disfrutarla, el propio d�a 12 ante el escribano de la armada y otros testigos “dixo que le diesen por fe y testimonio como �l por ante todos tomava, como de hecho tom�, posesi�n de la dicha isla por el rey y por la reina sus se�ores”. Es decir, sin m�s ni m�s se las adjudic� a sus majestades cat�licas Fernando e Isabel -para evitar as� la previsible competencia portuguesa-, ignorando por completo a quienes moraban all�. En ese mismo momento se signaba para siempre la barbarie colonizadora, en la insolente vejaci�n de nuestros ancestros abor�genes.
Diez a�os despu�s, en su cuarto viaje a Am�rica, en 1502 recalar�a en Lim�n, en su periplo por la costa caribe�a de Am�rica Central. Y ya para 1508, la Corona nombraba como gobernador nuestro a Diego de Nicuesa, quien ser�a sucedido por Pedrar�as D�vila, el que ordenar�a el inicio de las primeras exploraciones por la costa del Pac�fico en 1519. De ello resultar�a descubierta la bah�a de Caldera, en la cual se establecer�a Tivives como primer puerto para iniciar la conquista del pa�s.
La conquista de su interior corresponder�a en 1561 a Juan de Cavall�n por dicha costa y al padre Juan de Estrada R�vago por el Caribe. El primero, junto con casi 100 soldados y varios esclavos africanos, se propuso pacificar su regi�n, donde los ind�genas hab�an tratado de defenderse de los implacables abusos y la oprobiosa dominaci�n espa�ola. Tras establecer las colonias del Real de Ceniza y Los Reyes, fundar�a Garcimu�oz, la primera ciudad espa�ola en el Valle Central.
Para entonces no hab�a m�s caminos que los de nuestros abor�genes, quienes los recorr�an a pie por entre la monta�a y, para los r�os imposibles de vadear, especialmente en la estaci�n lluviosa, constru�an “puentes de hamaca”. Estos, que siglos despu�s asombrar�an al naturalista y m�dico alem�n Alexander von Frantzius en Orosi, eran “tan fuertes que los indios pueden pasar sobre ellos con sus cargas a las espaldas sin peligro alguno”. Y explicaba que “constan de tres largos rollos o l�os del grosor del brazo de un hombre, hechos de bejucos y unidos a distancias iguales por ataduras transversales. Ambas extremidades del puente est�n atadas a fuertes postes de �rboles; pero es tan exigua la tensi�n, que el puente, en el medio, cuelga en forma de curva bastante baja. Se camina sobre el rollo o l�o m�s bajo como un acr�bata sobre la cuerda o maroma, agarr�ndose de los otros dos l�os laterales, que est�n m�s arriba”. No obstante, tan ingeniosos y funcionales puentes deb�an ser renovados cada a�o, pues los bejucos se pudr�an.
Ser�a con los conquistadores que llegar�an los equinos y bueyes como medios de transporte, lo cual forzar�a a escoger y dise�ar nuevos tipos de caminos para penetrar aquella inextricable espesura verde que tanto hab�a deslumbrado a Col�n al descubrir nuestro continente. Y ser�a entonces cuando aparecer�an en nuestro entorno esos curiosos seres que son las mulas que -en mi opini�n-, si no fuera porque las vemos, pensar�amos que son figuras tan mitol�gicas como los centauros o los unicornios.
Los bi�logos lo entendemos bien. Cuando estudiamos gen�tica y evoluci�n se nos define a una especie como un grupo de individuos muy parecidos entre s� y con un ancestro com�n, y con la capacidad de reproducirse entre s�, originando una descendencia f�rtil. Y aunque -por definici�n- los miembros de dos especies no pueden reproducirse entre s�, hay una excepci�n cl�sica: la mula. Hija de la yegua (Equus caballus) y el burro (Equus asinus), ella es apenas un h�brido, por lo que es est�ril. Pero, adem�s, es un excelente ejemplo de lo que se denomina “vigor h�brido” o heterosis, es decir, el incremento en fecundidad, resistencia a enfermedades, etc., propia de los h�bridos.
Es justamente su inusitada fuerza o resistencia lo que la convirti� en el medio de transporte id�neo para terrenos �speros y escarpados, porque a una mula… �nada la detiene! Y es as� como las imagin� esta ma�ana de s�bado, al recorrer los abruptos parajes de Atenas y R�o Grande con el gentil baquiano Gerardo Campos, e invitado por el top�grafo y aficionado historiador Juan Manuel Castro, quien hace poco me llevara tambi�n a viajar por las rutas de nuestros milicianos durante la Campa�a Nacional. Ah�, mientras nos abr�amos paso entre la vegetaci�n que ha invadido tan antiguas veredas, retorcidas y angost�simas al lado de los descomunales farallones de la cuenca del R�o Grande, evocaba yo las recuas de los conquistadores y los colonos bajando y subiendo, cargadas con personas o bastimento, por tan empinadas pendientes.
Sin duda, junto con nuestra carreta de bueyes -que ya es patrimonio de la humanidad-, la mula y los arrieros son parte de la forja de nuestra naci�n en varios sentidos, y merecen un monumento, como el que hay en Atenas dedicado a los boyeros que recorrieron esos lares a partir de 1832, con la exportaci�n de caf� por Puntarenas. Trechos de esos mismos caminos, y otros mucho peores, los recorrieron las mulas por casi tres siglos. Como hermoso testimonio, hoy contamos con el reciente libro Y las mulas no durmieron…, del historiador Carlos Molina Montes de Oca. Por cierto, de tan simb�licas que son, ya en el pesebre de Bel�n eran una mula y un buey los que figuraban al lado de ni�o Jes�s, como expresi�n de humildad, a la vez que de nobleza, laboriosidad y bondad.
Pero, retornando a nuestra excursi�n, al caminar por aquellas veredas tan resecas, y a�n as� dif�ciles de transitar, cuesta imaginar c�mo lo har�an las sobrecargadas mulas en tiempo de lluvias, batiendo barro entre los inevitables lodazales, en picada hacia el muy caudaloso r�o, que deb�an atravesar a nado. No fue sino cerca de 1782 que se construir�a un s�lido puente sobre tan dif�cil obst�culo, para as� avanzar desde R�o Grande hasta Cebadilla de Turr�cares, y luego hacia la cercana Garcimu�oz.
Desde un play�n del r�o, frente a este derruido puente -del cual subsisten un basti�n y un vestigio del otro- absorto he guardado silencio, inmerso en el rumor del r�o y la contemplaci�n del reverdecido bosque de galer�a que lo enmarca ahora en verano, y en el cual se yerguen inmensos los espaveles y cantan con frenes� las chicharras. Me embarga una inquietante mezcla de sentimientos conflictivos, por la codicia a la vez que temple de los conquistadores, as� como por el crudo e irremediable dolor de nuestros ind�genas, avasallados en nombre de una religi�n alienante, expoliados de sus riquezas y brutalmente explotados como mano de obra. E, inevitablemente, evoco un tropel de tercas, tenaces e infatigables mulas descendiendo por la ribera, cruzando el puente y avanzando hacia el futuro para, con su infinita nobleza, contribuir tambi�n en la construcci�n de la patria que hoy somos.
Luko Hilje | 22 de Febrero 2007
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