Hace veinte, treinta mil a�os, al calor del fuego, en la caverna paleol�tica, un hombre cuenta a los otros su combate con la bestia, la persecuci�n y el ataque, la victoria y la muerte; al lado, una mujer relata sus sue�os y sus visiones, las que brotan como nubes en su mente, gracias al poder evocador inmenso que le brinda su v�nculo fresco y directo con el esp�ritu de la tierra, con la fuerza germinal de la naturaleza. Comparten, como otros mam�feros superiores, un v�nculo emocional con sus cr�as, a las que amamantan y cuidan durante un per�odo much�simo m�s prolongado que las dem�s especies. Han desarrollado sentimientos, cargas emocionales y afectos familiares, y han descubierto o inventado formas de cooperaci�n social. Han comenzado a expresarse mediante un r�stico lenguaje articulado que permite asignarle significados y contenidos a los sonidos que emiten con su aparato fonador, para lograr as� una creciente comunicaci�n. Pueden ya transmitir no solo nombres e identidades, sino s�mbolos y conceptos. Hablan, lo que los distingue significativamente de otras especies.
Ese relato de caza, ese intercambio de experiencias vividas, ese recuento de cuentos y visiones, esa expresi�n verbal emocionada que comparten esos seres humanos en la profundidad de la caverna, que como un �tero materno los protege y calienta, esas palabras que los hacen humanos, atraviesan el laberinto de las edades, el tr�nsito infinito de las estaciones, el eterno ciclo del nacimiento y la muerte, de la germinaci�n y la ca�da, la rueda incesante de los siglos y los milenios. Ese sonido pleno de significado, atraviesa las selvas y las ciudades, se cuela en los barcos primitivos, viaja con los ej�rcitos y las caravanas, participa en los combates y en los rituales, origina imperios y los destruye, crea dioses y los derriba, describe por igual el crimen y la c�pula, teje relatos y poemas, sentencias y anatemas, describe y alumbra el mundo, nombra y bautiza, y entonces hace de partera del mundo visible, crea el tejido de la realidad, encadena la percepci�n, llama rosa a la rosa, aunque sabe que el nombre de la rosa no es la rosa.
Es la palabra.
Hoy nos llega aqu�, a este recinto, desprendida de los labios del hombre paleol�tico que la pronunci� hace miles de a�os. El hablaba para nosotros, para que nosotros pudi�ramos escucharlo a lo largo de las edades, a trav�s de la rueda del tiempo. La palabra est� en la boca del cham�n impecable que invoca la vibraci�n primigenia en la c�spide de la Pir�mide de los Vientos en Palenque. Est� en el grito de guerra del sarraceno, en la alta e in�til voz del muec�n en la perdida Granada, en el susurro suave y el ronco grito de la pitonisa de Delfos, en la oraci�n de una sola palabra infinitamente repetida por el monje ortodoxo en la monta�a griega. Es la palabra. Es la materia sutil de que est� hecho el nombre secreto de Dios que escuch� Mois�s, es el viento sonoro que recoge la ofensa y el perd�n, la bendici�n y la condena, la invocaci�n de la paz y la orden de combate, el susurro de amor y el oscuro gru�ido del odio. Es la magia hecha sonido. Es �abracadabra� y ��brete S�samo�. Es el origen: es el s�nscrito �om�, la burda representaci�n sonora de la vibraci�n primordial. Es el aire sonoro y radiante de que est� hecha la memoria y el olvido, es el canto de Homero, y el estruendoso silencio de Buda.
Es la palabra.
Fue dicha hace miles de a�os para que nosotros la pudi�ramos escuchar ahora, para que la pudieran lanzar al viento los hombres, todos los hombres: cuenteros y juglares, poetas y maestros, trovadores y bardos, todos los hombres, en el m�s puro ejercicio de libertad. Por ella lucharon las mujeres chinas de la antig�edad, a quienes les estaba prohibido aprender a leer, contar, escribir, relatar. Y para no morir de opresi�n y de tristeza, desarrollaron un lenguaje secreto que se transmitieron misteriosamente unas a otras, como solo las mujeres saben hacerlo; y mediante s�mbolos incomprensibles para los opresores varones, bordaron y dibujaron en pa�uelos, en gorros, en trajes y en adornos, todas la palabras de ese lenguaje. Esa forma de comunicaci�n, el �lenguaje Nu-Shu�, y fue utilizado durante cientos de a�os por las mujeres de China para ense�ar y aprender, para contar, para identificarse, para relatar sus historias, sus caminos y sus vidas, para ejercer su libertad bajo sentencia de muerte. Solo ahora, se comienza a comprender el significado de ese lenguaje riqu�simo, desarrollado en el coraz�n profundo de China, en el amor y en la discreci�n, en la sombra y en el silencio. Hoy les rendimos homenaje a esas mujeres que no callaron, con nuestras palabras libres.
Porque si es precisamente la palabra la que define al hombre, la que lo hace hombre y le otorga la plena dimensi�n de su libertad, quitarle la palabra equivale a quitarle la vida. Por eso, en el duro y escabroso mundo de hoy, al inicio del Tercer Milenio, cuando parece que la edad oscura est� consolidando su fuerza y su terror, m�s importante que nunca es rescatar, afirmar y defender el valor de la palabra. Y m�s importante que nunca es hablar, escribir, escuchar. Dice la sentencia latina: �qui tacet consentire videtur�, el silencio implica consentimiento. Y hoy no podemos dar nuestro consentimiento con la inacci�n y con la mudez. Hablar, como escribir, y tambi�n como escuchar, es hoy m�s que nunca, un derecho y un deber ineludibles. Escribir, y hablar, es comprometerse con un enfoque determinado de la realidad, con una perspectiva del mundo, con una �ptica de la vida. Es expresar y transmitir para otros, el punto de vista personal y propio, bajo responsabilidad intransferible. Es tomar partido, elegir, adoptar posici�n, optar, comprometerse, plantarse en firme y combatir. Es ejercer la libertad. No se escribe ni se habla para esclavos, pero tambi�n tenemos el deber moral de impedir que nos amordace el silencio de los otros. Escribimos o hablamos en una situaci�n, en sentido sartreano, en un determinado punto del espacio-tiempo hist�rico, en unas coordenadas pol�ticas, sociales y culturales determinadas. Y en ese sentido, hablar es tambi�n actuar, y la palabra es tambi�n una forma de la acci�n, un momento determinado de la acci�n, pues toda cosa que se nombra ya no es la misma. Hablar es expresar la verdad, combatir la mentira, impedir que la palabra se pervierta, se prostituya y se gaste. Palabras gastadas, titul� uno de sus primeros libros don Pepe Figueres, lamentando que palabras sagradas, como �democracia�, �libertad�, �socialismo�, estuvieran gastadas como monedas viejas. Por eso dice Jean-Paul Sartre, el fil�sofo de la libertad, que la funci�n del escritor es llamar al pan, pan, y al vino, vino, porque si las palabras est�n enfermas, a nosotros nos toca curarlas, devolverles su dignidad. La funci�n de los intelectuales, dir�a a�os despu�s Noham Chomsky, consiste en decir la verdad y denunciar la mentira.
Porque en la palabra est� la ra�z �ntima de la libertad humana. Sartre, en el primer p�rrafo del famoso pr�logo a Los condenados de la tierra, de Franz Fanon, lo dice con toda claridad: �No hace tanto tiempo, la tierra contaba dos millones de habitantes. O sea quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de ind�genas. Los primeros dispon�an del verbo, los otros lo tomaban prestado�. Sin lenguaje, sin poder manifestarse a trav�s de ese medio de expresi�n esencial de la actividad humana, no hay libertad. Ni conciencia. Ya en la cueva de Lascaux, al sur de Francia, uno de los emplazamientos del paleol�tico tard�o m�s ricos en pinturas rupestres, aparece un s�mbolo caracter�stico: en medio de una escena de caza, en que un ser humano est� dibujado en el suelo, aparentemente muerto, el pintor plasm� el peque�o y muy simple dibujo de un ave, que parece ascender dejando tras de s� una suave estela de aire. El significativo dibujo, de veinte mil a�os de antig�edad, ha sido identificado por los antrop�logos como una primitiva representaci�n del esp�ritu, de la conciencia individual, y se le ha denominado convencionalmente como �el ave del alma de Lascaux�, pues desde los albores de la civilizaci�n, la especie humana ha comprendido o intuido la existencia de su propia conciencia, de una realidad humana espec�fica, un nivel de manifestaci�n en el que surge y se desarrolla una entidad personal dotada de conciencia -por cierto y por lo dem�s, clara y absolutamente transitoria-, que act�a en el mundo como una c�psula aislada e individual, pero en relaci�n �ntima y subyacente con el mundo y en comunicaci�n con los dem�s. Esa entidad aparenta estar separada del mundo por una tenue y a la vez s�lida frontera epitelial, pero adem�s posee una personalidad y una identidad determinada. Ese ser humano no est� constituido �nicamente por el saco de huesos de que hablaba despectivamente, y con raz�n en otra perspectiva, el maestro zen. No es el cuerpo solamente una c�psula o un sistema de mantenimiento vital ambulante. Es nuestro propio ser, �ntimamente vestido con materia, pero dotado de conciencia y dotado de lenguaje.
No hay ser humano concreto, con identidad propia y en conexi�n real y v�lida con la conciencia colectiva, con la conciencia de su poca, si detr�s de los sonidos y detr�s del cuerpo, no se expresa la palabra propia: no prestada, propia. Por eso Leopold S�dar Senghor, el pol�tico, escritor y poeta senegal�s, miembro de la Academia Francesa, dec�a con �nfasis: �escribo en franc�s, pero pienso en africano�. Porque la palabra modela, esculpe, cincela y construye la propia conciencia y la propia identidad, as� como la conciencia colectiva, si es que �sta existe.
De all� surge la misi�n profunda y enorme de los poetas, quienes al decir de Borges, ejercen siempre una magia menor. Y esa es tambi�n la misi�n de los cuenteros y juglares, que expresan en sus voces de hoy, los relatos, las coplas, las visiones y los sue�os que se forjaron hace siglos, en ese duro camino de ascenso del hombre hacia la conciencia y hacia la libertad.
Y esta semana en Alajuela, cuenteros y juglares han cumplido su misi�n consciente y liberadora. En el marco del II Festival Internacional de Cuenteros �Alajuela, ciudad-palabra�, cuenteros y juglares han lanzado sus palabras al viento. Cuenteros alajuelenses y de otras partes del pa�s han unido sus voces a cuatro grandes maestros extranjeros: �ngela Arboleda, de Ecuador, Mat�as T�rraga, de Espa�a, Geovana Cavasola, de Italia, y Mois�s Mendelewicz, de M�xico, pero tambi�n de Costa Rica. Ellos han ejercido su oficio de cuenteros -no de cuentistas, ni de escritores, ni de cronistas: de cuenteros- y de juglares -no de poetas, ni de trovadores: de juglares- y nos han entregado la palabra.
Unos, los nuestros, han transmitido la voz del sukia que invoc� a Sib� en el silencio espeso de la selva, en las entra�as de Talamanca; del colono castellano, o andaluz o gallego que cantaba detr�s del arado sus canciones viejas, cuando la peque�a villa de Cartago era joven y el volc�n Iraz� ten�a a�n su cumbre feroz cubierta de nieves, seg�n cuentan las cr�nicas coloniales; de los soldados campesinos que siguieron a Mora a defender la Patria, contando sus cuentos y sus vidas; de Domingo Jim�nez, El Coplero, el primer poeta popular que registra la historia cultural de Costa Rica.
Los otros, los visitantes generosos, nos hicieron escuchar a los viejos druidas que entonaban sus roncos y bellos cantos en el santuario celta que existi� donde siglos despu�s se levantar�a la Catedral de Santiago de Compostela; a los poetas medievales que muchos a�os despu�s all� mismo entonaban cantigas a Nuestra Se�ora; a los trovadores que desde el Languedoc franc�s o la Lombard�a italiana cantaban las melod�as de los fieles de amor; y a los mineros asturianos, los pastores andaluces, los marineros vascos. Todos ellos nos legaron a trav�s de las voces de los visitantes, sus cuentos, sus relatos, sus canciones y sus coplas. Todos ellos nos transmitieron la voz profunda de la tierra, el canto sutil de las estrellas. Fueron los portadores generosos de la palabra primigenia y sagrada que nombra y define, que relata e invoca, que ilumina, pura y refulgente. La palabra lanzada al viento, que nos hace humanos, y que nos hace libres.
Marcelo Prieto | 26 de Noviembre 2006
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