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En combate: la independencia hist�rica del T�bet

Marcelo Prieto | 18 de Octubre 2006

Para muchos occidentales, el T�bet es simplemente un pa�s lejano, misterioso y atrasado, una regi�n legendaria con extra�as costumbres y creencias, y que, seg�n el mapamundi, forma parte de China. Nada m�s alejado de la verdad hist�rica, y para analizar con propiedad lo que ocurre actualmente en esa tierra colgada de los Himalayas, y verificar cabalmente la absoluta ilegitimidad de la ocupaci�n china sobre la meseta del T�bet, nada mejor que examinar brevemente el surgimiento de la vigorosa civilizaci�n tibetana y su desarrollo como naci�n independiente, a partir de sus or�genes hist�ricos. Nos daremos cuenta entonces que el T�bet nunca ha sido parte de y que la invasi�n perpetrada hace m�s de cincuenta a�os por los comunistas chinos, y la ocupaci�n que se mantiene por el ejercicio implacable de la violencia y el poder del terror, carece en absoluto de toda justificaci�n hist�rica, pol�tica o moral.

El pueblo tibetano tiene un origen mongol, y ha habitado la meseta tibetana en forma continua desde la �poca prehist�rica: se han encontrado en el T�bet tumbas provenientes del per�odo neol�tico, con m�s de cuatro mil a�os de antig�edad. En sus or�genes, los primitivos habitantes del T�bet estaban agrupados en tribus n�madas, y en sus costumbres, forma de vida y manifestaciones culturales b�sicas, no se diferenciaban en forma significativa de las tribus que habitaban las estepas mogolas y las grandes planicies centroasi�ticas, al norte de la meseta tibetana. En la zona meridional de la meseta, en donde nacen varios de los m�s grandes r�os de Asia -entre ellos el Indo y el Brahamaputra-, surgieron los primeros asentamientos agr�colas, que rompieron el marco general de nomadismo imperante en el pa�s. Tambi�n en esa zona se desarrollaron los primeros n�cleos urbanos, que luego dar�an origen a las primeras y m�s importantes ciudades, como Lhasa y Gyantse.

Los documentos hist�ricos nos presentan un T�bet unificado ya en el siglo VII d.c., regido por una monarqu�a fuerte, la dinast�a Pugyel, asentada en la regi�n meridional y con capital en Lhasa. Durante los siglos siguientes, expandi� su poder e influencia en todas direcciones, consolidando un verdadero imperio que tuvo un sempiterno enfrentamiento con sus vecinos chinos de la dinast�a T�ang.

Se consideraba que el soberano o �Tsempo� ten�a la misi�n de consolidar la unidad pol�tica mediante el fomento de la expansi�n territorial, y los tibetanos construyeron un s�lido estado unificado, que se extendi� m�s all� del T�bet meridional y central, y abarc� territorios diversos. El dominio y la influencia directa de lo que podr�amos llamar con toda propiedad el Imperio Tibetano de los Pugyel, se extend�a desde la meseta de Parir en el oeste, hasta el Sichuan en el oriente. Durante el reinado del legendario rey Song-tsen Gampo (620-649 d.c.), la pol�tica de expansi�n y consolidaci�n territorial del imperio hizo que los ej�rcitos tibetanos llegaran hasta China occidental y Birmania septentrional. La soberan�a tibetana se extender�a hasta Nepal, y a�os despu�s, hasta el norte de Cachemira.

T�bet se convirti� as� en un territorio clave para la las comunicaciones y el comercio entre la India, Mongolia, China, y el resto de Asia Central. La estabilidad pol�tica del r�gimen tibetano sirvi� de marco para un vigoroso desarrollo del comercio, y ya en esa �poca el T�bet exportaba almizcle, turquesas y otras piedras preciosas, oro, plata, sal, b�rax, caballos, miel, y objetos de metal. La calidad de la metalurgia tibetana de la �poca era ampliamente conocida, y se apreciaba especialmente su artesan�a de los metales, tanto corrientes como preciosos. Para apreciar la destreza tibetana en el trabajo metal�rgico, basta recordar que cerca del a�o 700 d.c., los artesanos tibetanos construyeron un puente de cadenas de hierro que les permiti� atravesar el r�o Yang-tse Kiang, durante las campa�as de conquista del Sichuan occidental. Semejante destreza, como lo se�ala la destacada historiadora Amy Heller en su valiosa obra sobre el arte tibetano, ��daba a los tibetanos m�s de mil a�os de ventaja con respecto a sus enemigos��

De China, el T�bet importaba seda, papel, tinta y t�; y del Asia Central, hierro forjado y acero para sus artesan�as. La ocupaci�n tibetana de la Ruta de la Seda, iniciada alrededor del a�o 787 y sostenida hasta el 842, le permiti� a la naci�n tibetana extender su influencia y su comercio hacia el oeste de Asia, hasta Samarcanda, Sogdiana y Bukhara.

Por su actividad comercial y sus campa�as militares, la civilizaci�n tibetana entr� en contacto y estableci� relaciones pol�ticas, comerciales y culturales con m�ltiples reinos, culturas y tradiciones religiosas. En su car�cter de importante imperio, el T�bet manten�a relaciones formales con Nepal, Cachemira, Bengala, Persia, Sogdiana, Corea, Turquest�n, Birmania, y desde luego, China.

Durante el apogeo del Imperio Tibetano de los Pugyel, el T�bet mantuvo y consolid� importantes relaciones diplom�ticas y comerciales con el Imperio Chino, en la �poca de las dinast�as T�ang y Shu. La mejor forma de demostrar de manera indubitable la absoluta y completa independencia del T�bet en sus or�genes hist�ricos, y su existencia original como naci�n aut�noma y soberana con respecto a China y a cualquier otra potencia, es recordar precisamente que, ya en el a�o 822 d.c., un importante tratado firmado por ambos imperios, fij� las fronteras entre China y el Tibet alrededor de la regi�n del lago Koko-Nor, en el lejano noreste de la meseta tibetana. El texto original de ese tratado hist�rico se conserva a�n, afortunadamente, grabado en una estela de piedra que guarda la entrada del templo m�s sagrado de todo el T�bet, el templo de Jokhang, que fue construido durante el reinado de Song-tsen Gampo para alojar la estatua de Buda tra�da al T�bet por su esposa nepalesa. Ese texto de piedra est� escrito en tibetano y en chino, y para rebatir las falsas justificaciones de los comunistas chinos sobre su invasi�n al T�bet, y resaltar irrebatiblemente la identidad hist�rica de la naci�n tibetana y su condici�n de pa�s absolutamente independiente, que nunca perteneci� desde luego a China, vale la pena transcribirlo �ntegramente. El Tratado Chino-Tibetano de 822 d. c., dice as�:

�El Gran Rey del T�bet, Milagroso Se�or Divino, y el Gran Rey de China, el Soberano Hwang-ti, unidos entre s� como sobrino y t�o, estuvieron reunidos en debate sobre la alianza de sus reinos. Juntos, hicieron y ratificaron un gran acuerdo. Que lo conozcan los dioses y los hombres, testigos de que jam�s ser� cambiado. As� lo da a conocer la inscripci�n sobre este pilar de piedra, y para que los sepan los hombres de todos los tiempos y de todas las generaciones futuras.

El Milagroso Se�or Divino Trisong Dretsen y el Rey chino Wen Wu Hsiao-te Hwang-ti, sobrino y t�o respectivamente, han buscado con su gran sabidur�a alejar del bienestar de sus tierras todo motivo de da�o por ahora y en el futuro. Han repartido su benevolencia de manera imparcial entre los hombres. Con el deseo �nico de actuar en beneficio de la paz y en provecho de todos sus s�bditos, han formulado el noble prop�sito de asegurar el bien duradero, cerrando este magno tratado a fin de cumplir la decisi�n de restaurar entre ellos su anterior amistad y respeto mutuos y la antigua relaci�n entre vecinos amistosos.

El T�bet y China acatar�n las fronteras que ocupan en la actualidad. Todo lo situado de �stas hacia el Este corresponde a la tierra de la Gran China; y todo lo que se extiende hacia el Oeste, constituye, sin duda alguna, la tierra del Gran T�bet. De aqu� en adelante ninguna de las dos partes provocar� guerras contra la otra ni buscar� conquistar sus territorios. Si cualquier persona despierta sospechas, ser� arrestada; se investigar�n sus asuntos y ser� escoltada de regreso a su pa�s de origen.

Ahora que los dos reinos se han aliado por medio de este gran tratado, es necesario una vez m�s enviar mensajeros por la antigua ruta a fin de sostener la comunicaci�n y el intercambio de mensajes amistosos referentes a las relaciones armoniosas entre el sobrino y el t�o. De acuerdo con la costumbre establecida en la antig�edad, los caballos de dichos mensajeros ser�n cambiados al pie del paso de Chiang Chun en la frontera entre el T�bet y China. Los chinos recibir�n a los delegados tibetanos en la barrera de Suiyung y les proporcionar�n todas las facilidades para proseguir su viaje de all� en adelante. En Ch�ing-shui, los tibetanos recibir�n a los delegados chinos y les proporcionar�n todas las facilidades para proseguir su camino. Los enviados ser�n tratados con el acostumbrado honor y respeto de ambas partes, en conformidad con las relaciones amistosas entre el sobrino y el t�o.

No se levantar� humo ni polvo entre los dos pa�ses. No ocurrir�n alarmas repentinas ni ser� pronunciada siquiera la palabra �enemigo�. Los guardias fronterizos no padecer�n inquietud ni temores y disfrutar�n tierra y cama a su gusto. Todos vivir�n en paz y compartir�n la bendici�n de la felicidad durante diez mil a�os. La fama de tal haza�a ser� difundida por todas las tierras alumbradas por el Sol y la Luna.

Este solemne acuerdo da inicio a una gran era en la cual los tibetanos vivir�n felices en la tierra del T�bet, y los chinos, en la tierra de China. Para que tal circunstancia jam�s sea cambiada, se convocan como testigos a las Tres Joyas Preciosas de la Religi�n, a la Asamblea de Santos, al Sol y la Luna, a los Planetas y a las Estrellas. El juramento se ha hecho con palabras solemnes y el sacrificio de animales; y el acuerdo ha sido ratificado.

Si alguna de las dos partes no actuase en conformidad con este acuerdo o lo violase, sea el T�bet o China, nada de lo que haga la otra parte a manera de represalia podr� ser considerado como violaci�n del tratado.

Los reyes y ministros del T�bet y de China han realizado el juramento prescrito a ese efecto, y el acuerdo ha quedado registrado con detalle. Los dos reyes fijaron sus sellos sobre �l. Los ministros con poderes especiales para ejecutar el acuerdo lo han inscrito con sus firmas, y se han depositado copias del mismo en los archivos reales de cada una de las partes�� Nada m�s es necesario decir, despu�s de esa lectura. El T�bet nunca ha formado parte de China. No solamente son diferentes sus culturas, sus idiomas, sus escrituras, y sus or�genes �tnicos, sino que, recurriendo a los documentos hist�ricos, es m�s bien el T�bet el que podr�a reclamar gran parte del territorio chino. Como naciones y pueblos independientes y soberanos, ya hab�an fijado sus fronteras desde hace casi mil trescientos a�os. Pero a�n as�, la China comunista invadi� el pa�s de las monta�as de Buda y lo incorpor� sin recato al territorio chino, careciendo claramente de toda justificaci�n pol�tica, hist�rica y moral. China se aprovech� de que, desde hace m�s de mil trescientos a�os, el car�cter agresivo y expansionista de la civilizaci�n tibetana original se modific� sustancialmente, como consecuencia de una pol�tica cultural desarrollada por los reyes de la dinast�a Pugyel: el respaldo sistem�tico a la introducci�n, desarrollo y consolidaci�n del budismo indio, circunstancia hist�rica que vendr�a a darle al T�bet los rasgos esenciales de su cultura y su forma de vida, tal y como la conocemos actualmente. La descripci�n de lo que los comunistas chinos han hecho en el T�bet, el genocidio y el terror, as� como la destrucci�n de la cultura tibetana y la explotaci�n colonial de sus inmensos recursos, ameritan otro art�culo. El prop�sito de �ste ya ha sido cumplido

Marcelo Prieto | 18 de Octubre 2006

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