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Libre comercio: un "caballo de Troya"

Columnista huésped | 16 de Julio 2006

NOTA DEL EDITOR: El 4 de julio, Tribuna Democr�tica divulg� un ensayo del respetado catedr�tico de Derecho don Walter Antill�n, con el t�tulo �Inconstitucionalidad del CAfta-DR�. Hoy damos a conocer la parte inicial del extenso cuanto enjundioso estudio que coloca en perspectiva el dilema de Costa Rica.

Por Walter Antill�n

Introducci�n

Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la Am�rica de miseria, en nombre de la libertad�. Sim�n Bol�var (1829)

Cada vez est� m�s claro que el llamado Tratado de Libre Comercio (TLC), que est� pendiente de aprobaci�n en la Asamblea Legislativa, no tiene en Estados Unidos el rango de ‘treaty’ (tratado) sino de ‘agreement’ (acuerdo) internacional, tal como lo indica su nombre oficial en ingl�s: ‘Central America & Dominican Republic Free Trade Agreement’ (CAfta-DR), ni tampoco su objetivo principal es el ‘libre comercio’, como nos han querido hacer creer. Me parece que si un nombre le cuadra a su verdadera naturaleza, ese nombre ser�a: ‘Acuerdo para facilitar las inversiones y las ganancias de las transnacionales en Centroam�rica y Rep�blica Dominicana’.

Porque, en efecto, el CAfta-DR es, en su esencia, un conjunto de mecanismos tendientes a producir, entre otros que se anuncian, el resultado encubierto de enervar y vanificar el orden jur�dico de los Estados Centroamericanos y de la Rep�blica Dominicana, de modo tal que las empresas transnacionales puedan llegar a disponer a plenitud, sin el engorro y las demoras que implica todav�a hoy la intermediaci�n de aquellos Estados, de las ventajas estrat�gicas y los recursos econ�micos de la Regi�n.

Como un nuevo Caballo de Troya, el CAfta-DR lleva dichos mecanismos ocultos en las p�ginas innumerables de un extens�simo y oscuro documento, en espera del momento en que ser�n utilizados en da�o de nuestros m�s sagrados intereses. A ese extremo hemos llegado; y entonces a muchos se nos ha ocurrido preguntar �c�mo ha sido posible que, desde aquellos tiempos en que, rep�blicas independientes, abraz�bamos la leg�tima aspiraci�n de vivir con holgura y dignidad entre los dem�s Estados de la Tierra, hayamos terminado en el punto en que ahora nos encontramos?

Parto del convencimiento de que, como sucede con tantas otras cosas, la explicaci�n de lo ocurrido, o al menos una parte esencial de dicha explicaci�n, est� en la Historia: en la breve historia de nuestros pa�ses en su relaci�n con los Estados Unidos, pero tambi�n en la historia general de Occidente y del Mundo.

Porque nos encontramos, en efecto, en el �ltimo eslab�n de una cadena iniciada a comienzos del Siglo XIX, cuando nac�an precisamente aquellos Estados que componen lo que ahora llamamos Am�rica Latina. Muchos gobernantes de los Estados Unidos, visionarios de un quim�rico futuro imperial (doctrina del Destino Manifiesto), trataron desde entonces de implementar una pol�tica expansionista y de dominaci�n basada en tres objetivos espec�ficos: aprovechar toda circunstancia propicia para apoderarse de cualquier territorio fuera de sus fronteras, preferiblemente en el propio Continente Americano (M�xico, Cuba, Puerto Rico, Centroam�rica; pero tambi�n Las Filipinas); impedir tenazmente todo amago proveniente de Europa para volver a plantar pie en nuestro Continente (Doctrina Monroe); impedir asimismo que las noveles rep�blicas al Sur formaran, fuera de su control, cualquier tipo de uni�n o confederaci�n estable (ver, entre muchos, Jos� Vasconcelos: Breve Historia de M�xico; M�xico, 1957; p�gs. 303 y sigtes.; William Miller: Historia de los Estados Unidos; M�xico, 1963; p�gs. 298 y sigtes.; J. Z. V�zquez: “Los primeros tropiezos”, en Historia General de M�xico; M�xico, 1977; Tomo III, p�gs. 69 y sigtes.; W. P. Adams: “Los Estados Unidos de Am�rica”, en Historia Universal Siglo XXI; Madrid, 1988; Tomo XXX, p�gs. 84 y sigtes).

En el tiempo transcurrido desde entonces, hemos presenciado simult�neamente el engrandecimiento de los Estados Unidos y la atomizaci�n y debilitamiento de Am�rica Latina; y en esta hora nos percatamos de que, con la (todav�a intentable) aprobaci�n del ALCA a escala continental, y la del CAfta DR por Costa Rica, estar�a a punto de cerrarse aquel �ltimo eslab�n (ver L. A. S�nchez: Historia General de Am�rica; Santiago de Chile, 1945; Tomo II, p�gs. 153 y sigtes.; T. Halperin Donghi: Historia contempor�nea de Am�rica Latina; Madrid, 1977; pero v�ase especialmente: M. Medina Castro: Estados Unidos y Am�rica Latina, Siglo XIX; La Habana, 1968).

En la perspectiva hist�rica apropiada, ver�amos que se trata de un proceso largo y complejo; el cual, por cierto, no tendr� que abordar en su enteridad, pues afortunadamente ha sido ya analizado con maestr�a por numerosos expertos (empezando por nuestro compatriota don Vicente S�enz: Rompiendo cadenas: las del imperialismo norteamericano en Centroam�rica; M�xico, 1933; Juan Jos� Ar�valo: La f�bula del tibur�n y las sardinas. Am�rica Latina estrangulada; M�xico, 1956; Philip S. Foner: La guerra hispano/cubano/americana y el nacimiento del imperialismo norteamericano; Madrid, 1975). Pero para los efectos de lo que sigue me interesa plantear brev�simamente algunos conceptos que estimo sirven de clave para entender dicho proceso hist�rico; y particularmente los conceptos de individualismo, colectivismo, Estado y empresa. Todo lo cual constituye premisa obligada del an�lisis del CAfta-DR y de sus implicaciones desde el punto de vista del Derecho P�blico.

PARTE I. LA ODISEA DE LA EMPRESA DE NEGOCIOS

I. Individualistas, altruistas, ego�stas, colectivistas:

Se me conceder� que se necesita un cierto valor para incurrir en la pedanter�a de abordar, con solemnidad implacable, un tema que todo el mundo considera trillado y elemental; pero no tengo opci�n, si me voy a ocupar de categor�as hist�rico-sociales del calibre del Estado y la empresa de negocios. Entonces, al mal paso darle prisa: llamar� individualismo a la ideolog�a y ego�smo a la actitud que privilegian mis intereses personales sobre los de las otras personas (no es que nieguen la existencia de los intereses de otra gente; es que ponen los m�os primero); llamo colectivismo y altruismo a sus contrarios: la idea y la disposici�n de mis preferencias y mis actos al servicio de intereses comunes, que comparto de buena fe, sin desconocer la existencia y validez de los m�os.

La historia y la com�n observaci�n muestran que los hombres casi siempre hemos sido ego�stas por instinto, individualistas por racionalizaci�n, altruistas por sentimiento y colectivistas a la fuerza; aunque se hayan registrado, aqu� y all�, algunas indiscutibles excepciones. Porque un individualismo ya no tan instintivo sino tambi�n cultural e ideol�gico va a aparecer m�s tarde, obviamente como racionalizaci�n del instinto mismo (ejemplos: las justificaciones teol�gicas, gen�ticas, econ�micas o burdamente raciales de la desigualdad y de la apropiaci�n individual de los bienes de producci�n y de sus frutos), pero tambi�n como reconocimiento de la parte de legitimidad que le corresponde (ejemplo: teor�as de los derechos individuales). (Sobre el tema cito: Leo Huberman: Los bienes terrenales del hombre; M�xico, 1975; Bertrand Russell: Etica y pol�tica en la sociedad humana; Buenos Aires, 1957; Zygmunt Bauman: Etica postmoderna; Buenos Aires, 2005; y, en general, la obra de Cornelius Castoriadis; particularmente Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto; Gedisa, Barcelona, 1988. No cito a Marx porque �l, como Freud, est� presente en todo abordaje de los problemas humanos).

a) Todos sabemos que en el caso de las monocracias orientales anteriores a nuestra Era, el �nico con derecho a ser plenamente individualista era el rey (Hegel dec�a que en aquel momento el rey era el �nico ser libre del reino), mientras que los dem�s eran forzados en grado variable a reprimir sus intereses ego�stas y volcar todas o una parte importante de sus energ�as al logro de prop�sitos ajenos a dichos intereses (Cfr. K. Wittfogel: Despotismo oriental; Madrid, 1966; M. I. Finley: Esclavitud antigua e ideolog�a moderna; Barcelona, 1982).

b) Las primeras manifestaciones de individualismo m�s o menos difundido se presentan en un cierto estadio del desarrollo de la cultura greco-latina, especialmente en las democracias griegas y, menos refinadamente, en la Roma republicana. En ambos casos la tendencia individualista alternaba o era compatibilizada con una conciencia de los deberes hacia la comunidad enraizados en el paganismo, que era una religi�n civil (ver R. Mondolfo: La comprensi�n del sujeto humano en la cultura antigua; Buenos Aires, 1955; M. I. Finley: El nacimiento de la pol�tica; M�xico, 1986).

A la altura de las sociedades modernas podemos decir, como mera aproximaci�n, que ambas tendencias est�n representadas, en el lado colectivista, por los modelos de las organizaciones horizontales, comunales, cooperativas o mutualistas (incluyendo el modelo del Estado democr�tico asistencial, o de servicios); y en el lado individualista por el de las relaciones verticales, excluyentes, como la propiedad privada y la empresa de negocios, en sus m�ltiples formas.

En lo que sigue hablar� resumidamente de ambos modelos en cuanto encarnados respectivamente en el Estado (Social y Democr�tico) de Derecho y en la empresa (casi nunca social ni democr�tica) de negocios, su desenvolvimiento y sus relaciones rec�procas en la historia de los tres �ltimos siglos. Advierto que lo dicho hasta aqu� no implica una divisi�n maniquea entre los perversos empresarios y los pol�ticos bonachones (�da risa el s�lo mencionarlo!), sino algo cercano a lo que Max Weber llamaba ‘tipo ideal’, que permite construir explicaciones razonables de los acontecimientos hist�rico-sociales.

De todos modos, est� a la vista que bajo los injustos mon�cratas (los faraones egipcios, los Medicis) se construyeron muchas veces obras imperecederas, y que, bajo el injusto y discriminador r�gimen capitalista, la Ciencia y la Tecnolog�a han puesto condiciones materiales antes nunca imaginadas para la consecuci�n del bienestar y la felicidad humanos; mientras que, por el contrario (como dice un personaje de la novela El tercer hombre, de Graham Greene) varios siglos de democracia suiza s�lo han producido el reloj de cuco (es una broma pesada). No se trata, pues, de negar los hechos, sino de buscar su sentido humanista. �Qu� sentido tienen las Pir�mides para los cultivadores ribere�os del Nilo? �Para qu� los adelantos cient�ficos que solo aprovechan a algunos? �Para qui�n son los dividendos de la Enron? �A qui�n favorecen las guerras de Bush, que siguen una l�nea continua (Afganist�n, Iraq, Ir�n, Corea del Norte�)?

II. Nace, crece y decae el Estado Nacional

Tanto en las formas pol�ticas preestatales (la Polis, la Civitas, etc.) como en la organizaci�n moderna llamada ‘Estado’ se tratar�a de lo mismo: organizar los esfuerzos de la colectividad para conseguir determinados objetivos en beneficio de uno, algunos o todos sus miembros; contando para ello con el espont�neo acatamiento general, o bien, en �ltimo o no tan �ltimo extremo, mediante la fuerza f�sica (Cfr., por todos, G. Jellinek: Teor�a general del Estado; Buenos Aires, 1954).

Pero el modelo Estado, claramente prevaleciente en Europa desde el Siglo XVI, aporta algo nuevo en cuanto se presenta en la pr�ctica como una pluralidad de organizaciones territoriales de base nacional, independientes y jur�dicamente estructuradas.

Es oportuno observar que hist�ricamente el Estado se distingui� de otras organizaciones anteriores o coet�neas por ser el �nico con vocaci�n y capacidad de ordenamiento soberano de la actividad social en general, como sucesor y titular formal de la soberan�a de los monarcas tardo-medievales (Cfr. M. de la Cueva: Idea del Estado; M�xico, 1975; G. Burdeau: �Estado�, voz de la Enciclopedia Univeresalis; Paris, 1980; M. Fioravanti: �Estado�, en la Enciclopedia del Diritto, Mil�n, 1990, Tomo XLIII; E. Tosato: �Estado�, voz de la Enciclopedia �lt. cit.).

Como consecuencia de lo anterior, el Estado

i) asumi�, por definici�n, la regulaci�n exclusiva de todos los intereses p�blicos surgidos en el seno de su comunidad;

ii) asumi� la gesti�n de dichos intereses, lo cual conllev� en todo caso el ejercicio de potestades decisorias, instrumentales, represivas, etc.; que implicaba sacrificar, limitar, priorizar opciones, y el cumplimiento de actividades preventivas y represivas, usando para ello, si era necesario, instrumentos autoritarios, incluida la fuerza material; y

iii) postul� la asunci�n de dichos cometidos como unidad de decisi�n y acci�n independiente de cualquier otra (la llamada ‘soberan�a del Estado’) (sobre todo ello v�ase los viejos pero buenos textos de Hermann Heller: La Soberan�a; M�xico, 1965; y Teor�a del Estado; M�xico, 1968; y adem�s Hartmunt Kliemt: Filosof�a del Estado y criterios de legitimidad; Barcelona, 1984).

Tal fue el modelo de Estado tendencialmente republicano y democr�tico generalizado en Europa, y adoptado por las j�venes rep�blicas americanas a partir de la primera mitad del Siglo XIX y hasta hoy (Cfr. N. Lechner: La crisis del Estado en Am�rica Latina; Caracas, 1977; M. Kaplan: Formaci�n del Estado nacional en Am�rica Latina; Buenos Aires, 2001). Pero no hay que olvidar que mediante dicho modelo o forma se ha propiciado en el Viejo Continente sue�os imperialistas y nacionalistas que han enfrentado a los pa�ses en conflictos b�licos devastadores; se ha encarnado versiones m�s o menos autoritarias o garantistas; con pol�ticas econ�micas intervencionistas o liberales, etc. (Cfr. Golo Mann & Alfred Heuss: Historia Universal (Siglos XIX y XX); Madrid, 1985; Tomos VIII y IX; Raymond Aron: Paz y guerra entre las naciones; Madrid, 1963; Linda Bimbi (ed.): No en mi nombre: guerra y derecho; Madrid, 2003).

Y con ese mismo modelo hemos tratado de vivir, con resultados variados, los peque�os y grandes Estados centroamericanos y latinoamericanos, desempe��ndonos como unidades pol�ticas soberanas e independientes ante los organismos internacionales y frente a la comunidad internacional. Tenemos constituciones escritas que consagran (al menos en el papel) los derechos fundamentales de las personas y los grupos, y la divisi�n de los poderes; tenemos (tambi�n en el papel) el sufragio, la alternabilidad en el poder, la independencia de los jueces y el control jurisdiccional de constitucionalidad y legalidad, etc. (ver P. Gonz�lez Casanova (coord.): Am�rica Latina: Historia de medio siglo; M�xico, 1979; E. Saxe Fern�ndez: La nueva oligarqu�a latinoamericana; San Jos�, 1999).

Y lo mismo ha ocurrido con los peque�os y grandes Estados asi�ticos y africanos, territoriales e insulares, surgidos de la descolonizaci�n, que oscilaron entre la dependencia postcolonial, el populismo y el caos. Todos ellos tienen constituciones, son miembros de la ONU y, como tales, gozan de paridad formal frente a potencias como Francia, China o Estados Unidos en la Asamblea General de dicho organismo (Jacques Berque: La descolonizaci�n del Mundo; M�xico, 1968; Kwame Nkrumah: Neocolonialismo: la �ltima etapa del imperialismo; M�xico, 1966; Renate Zahar: Colonialismo y enajenaci�n; M�xico, 1976).

Cierto que, volviendo a Am�rica Latina, algunos fueron (�fuimos?) desde el comienzo ‘rep�blicas bananeras’, entendido el t�rmino en sentido peyorativo, y como tales sirvieron f�cilmente a los prop�sitos codiciosos y depredatorios de los gobiernos y las empresas de los pa�ses ricos y, principalmente, de los Estados Unidos, con grave descuido de su propio desarrollo econ�mico, pol�tico, social y cultural. Otros, como por ejemplo Uruguay, Argentina, Chile, Brasil y M�xico, que a trav�s del tiempo experimentaron dram�ticos progresos e involuciones, fueron sometidos m�s lentamente, y con instrumentos m�s sofisticados, a los intereses imperiales (ver R.N. Gardner: La diplomacia del d�lar y la esterlina; Buenos Aires, 1965; Herbert Matthews & K. H. Silvert: Los Estados Unidos y Am�rica Latina; M�xico, 1967; M. Medina Castro: Estados Unidos y America Latina, cit. ; Eduardo Galeano: Las venas abiertas de Am�rica Latina; M�xico, 1979; F. Rojas Aravena (ed.): Am�rica Latina: etnodesarrollo y etnocidio; San Jos�, 1982).

Estando as� las cosas, me parece que tenemos claras se�ales de que, en el momento actual, se est� fortaleciendo la idea arcana, disimulada pero perceptible, de muchos gobernantes norteamericanos (y m�s de uno europeo) de que el tiempo ha demostrado que muchos o ninguno de nuestros pa�ses tercermundistas (latinoamericanos, asi�ticos y no se diga de los africanos) merecer�a ser un Estado de veras, con independencia, embajadores y asiento en la ONU; y que lo mejor ser�a encontrar la manera de quebrarlos, desacreditarlos, en suma: hacerlos fracasar y finalmente borrarlos del mapa pol�tico. C�mo hacerlo, est� a la vista (ver E. Ruiz Garc�a: La era de Carter: las transnacionales, fase superior del imperialismo; Madrid, 1978; J. K. Galbraith: Naciones ricas, naciones pobres; Barcelona, 1986; y las obras de Noam Chomsky: Nuestra peque�a regi�n de por aqu�: pol�tica de seguridad de los Estados Unidos; Managua, 1988; La quinta libertad; Barcelona, 1988; La cultura del terrorismo; Madrid, 2002; y con Heinz Dieterich: La sociedad global; 1995).

Y a prop�sito �es casual que muchas ranas de la charca jur�dico-pol�tica latinoamericana hayan empezado a croar sobre la crisis del concepto de soberan�a estatal y la declinaci�n y final desaparici�n del Estado? Pero si miramos bien, ese r�quiem no se lo entonan a los Estados Unidos, con su fuerte impulso hegem�nico; ni a los pa�ses europeos, ahora unidos; ni a China, en pleno crecimiento: est� especialmente dedicado a nosotros, los Estados d�biles (a esas ranas no las cito, pues aparecen regularmente en las p�ginas y en las pantallas de los medios m�s conocidos. Pero las tendencias a un gobierno mundial son analizadas en: Danilo Zolo: Cosm�polis: perspectiva y riesgos de un gobierno mundial; Barcelona, 2000; Michael Hardt y Antonio Negri: Imperio; Buenos Aires, 2004).

III. Nacimiento y expansi�n de las transnacionales

Como organizaci�n en s�, la empresa de negocios se incuba en la Edad Media, en la forma de la antigua ‘commenda’ y alcanza dimensiones muy respetables en el Siglo XVII, con las llamadas Compa��as de las Indias Orientales y Occidentales: verdaderas transnacionales al amparo de las monarqu�as colonialistas, que aportan un modelo avanzado de la sociedad por acciones y subsisten pr�cticamente hasta el Siglo XIX (Cfr. Max Weber: Historia econ�mica general; M�xico, 1956; J. A. Lesourd & C. G�rard: Historia econ�mica mundial; Barcelona, 1973; F. Galgano: Historia del Derecho comercial; Bolo�a, 1976; C. Pecorella: “Sociedad (derecho intermedio)” en la Enciclopedia del Diritto, Mil�n, 1990; Tomo XLII).

Con avances y retrocesos, el proceso de consolidaci�n de la empresa de negocios se completa a lo largo del Siglo XIX, cuando todas las constituciones de Occidente proclaman la libertad de empresa y la inviolabilidad de la propiedad privada. Es el tiempo del apogeo de la Revoluci�n Industrial, del Liberalismo (con capitalismo salvaje) y del impulso colonialista de Europa (la celebrada ‘carga del hombre blanco’ sobre los continentes ‘de color’, seg�n el poema que Rudyard Kipling dedic� a la colonizaci�n de los Estados Unidos).

Entonces la empresa de negocios -en la forma dominante de sociedad por acciones- crece vigorosamente, cada vez m�s libre del tutelaje del Estado, y comienza a desplegar sus potencialidades: fusiones y transformaciones; creaci�n de empresas subsidiarias, formaci�n de carteles y grupos de inter�s econ�mico, acciones en la bolsa, etc. (ver, en general, Francesco Galgano: Las instituciones de la econom�a capitalista; Valencia, 1980).

Es as� como las actividades privadas industriales, bancarias, comerciales, de transportes, etc., producen los primeros grandes millonarios del sistema capitalista, inaugur�ndose tambi�n con ello la era moderna de las colusiones entre empresarios y pol�ticos. Todav�a l as empresas no intentan enfrentarse y dome�ar el poder del Estado, pero alcanzan sus objetivos convidando a los funcionarios y a los pol�ticos al fest�n de las concesiones y los suministros (Cfr. Joaqu�n Estefan�a: El poder en el Mundo; Barcelona, 2000). Y entonces, afianzada como fin en s� misma dentro de las comunidades nacionales modernas, la empresa de negocios aprende a maniobrar en los grandes espacios que autoriza el Estado Liberal; resiste y medra incluso durante los largos a�os del Socialismo Real y del Estado Benefactor; y mediante la transnacionalizaci�n de los capitales consigue ponerse relativamente fuera del alcance de los Estados, adoptando libremente sus propias pol�ticas de desarrollo (v�ase R. Murray: “Internacionalizaci�n del capital y Estado nacional”, en J.H.Dunning (comp.): La empresa multinacional; M�xico, 1976; p�gs. 329 y sigtes.; E. White & C. Correa: “El control de las empresas transnacionales y la Carta de derechos y deberes econ�micos de los Estados”, en J. Casta�eda et al: Derecho Econ�mico Internacional; M�xico, 1976; p�g. 175 y sigtes.).

De modo que al finalizar el Siglo XX la empresa de negocios nos exhibe sus ya poderosos m�sculos: la suma de las ventas anuales de las diez transnacionales m�s grandes supera el PIB total de ciento veinte Estados, que constituyen el sesenta y cinco por ciento de los que forman la ONU; el producto interno bruto anual de la General Motors es mayor al de cualquiera de los pa�ses del Tercer Mundo, salvo Brasil, La India y M�xico. Parece, pues, llegado el momento de forzar un cambio en el �mbito institucional, y ese cambio ser�, por supuesto, a costa de los Estados d�biles (Cfr. M. Whitehead: “La compa��a de propiedad multinacional: estudio de un caso”; y D. Robertson: “Resumen de las discusiones”, ambos en J. H. Dunning: La empresa multinacional cit.; p�g. 383 y sigtes., y p�g. 419 y sigtes.)

IV. Crece el imperio de la ‘Lex Mercatoria’

Aunque haya vivido por siglos a su vera, aprovechando todos sus servicios, lo cierto es que el Estado nacional le estorba a la empresa de negocios, porque el orden estatal significa, a�n en su versi�n m�s liberal, un conjunto de l�mites ajenos a la l�gica del capital. En el fondo, el ideal de ‘orden jur�dico’ preconizado por el neoliberalismo es la llamada ‘Lex Mercatoria’, es decir la seguridad de un derecho transnacional flexible y pragm�tico basado en la libre contrataci�n, la oferta y la demanda, y la libre competencia, en un Mundo globalizado. Nada de esto lo garantiza de manera durable y segura un Estado republicano, que puede hoy ser liberal, pero ma�ana podr�a asumir una pol�tica intervencionista, o incluso (qu� horror!) socialista, seg�n las vicisitudes de la lucha democr�tica. De modo que la empresa de negocios, en alas del Neoliberalismo, ha llegado a pensar que puede sustituir con ventaja al Estado no s�lo en servicios estrat�gicos (puertos, aeropuertos, comunicaciones) sino incluso en aquellos servicios que se consideraban intransferibles, como la justicia, la seguridad p�blica y las prisiones. Llegados a ese punto, solo les est� faltando el gobierno y la legislaci�n, y a eso se dirigen sus actuales esfuerzos (Cfr. A. Barahona, M. Fern�ndez & M. E. Trejos: “Desenmascarando el Tratado: marco estrat�gico en que se inserta el Tratado de Libre Comercio”, en M. E. Trejos et al: Tratado de Libre Comercio Estados Unidos - Centroam�rica - Rep�blica Dominicana: Estrategia de tierra arrasada; San Jos�, 2005; p�g. 3 y sigtes.; M.J. Fari�as Dulce: Globalizaci�n, ciudadan�a y derechos humanos; Madrid, 2004; y P. Rodr�guez H�lkemeyer: Poder y vulnerabilidad: La pol�tica comercial de los Estados Unidos y los pa�ses en desarrollo; San Jos�, 2005).

Porque la empresa de negocios siempre intuy� (desde tiempos de los Fugger, prestamistas de Carlos V) que el poder econ�mico es poder pol�tico diferido; y esto lo constataron tambi�n, en su momento, las coronas inglesa y holandesa, cuando las ‘Compa��as de las Indias’ formadas bajo su alero pretendieron suplantarlas y gobernar directamente sobre los territorios colonizados. Y tambi�n, por �ltimo, lo saben nuestros d�biles gobiernos latinoamericanos, que en su d�a fueron fuertemente influenciados, contrastados o directamente manejados por empresas de triste recordaci�n, como la Standard Oil, la Anaconda Cooper Mining, la Hanna Mining Co., y nuestra vieja y malquerida United Fruit Company., etc. (ver Frank Ellis: Las transnacionales del banano en Centroam�rica; San Jos�, 1983; E. Penrose: “El Estado y las empresas multinacionales en los pa�ses menos desarrollados” en J.H. Dunning: La empresa cit., p�g. 277 y sigtes.)

Pero los equilibrios de poder entre Estados y empresas que conocimos en el Siglo XX son s�lo partidas de ‘Monopoly’ si los comparamos con la situaci�n actual. Las transnacionales de ahora, considerablemente m�s poderosas que aqu�llas, porque est�n perfectamente adaptadas a la globalizaci�n, ejercen una intensa y extensa influencia, palpable incluso en los gobiernos de Estados Unidos y de Europa; y se han organizado para intervenir en puntos estrat�gicos del Globo donde existan las condiciones para hacerlo; tal como pensaron Halliburton, Bechtel, Slumberger y otros que ocurrir�a en Irak despu�s de la ‘liberaci�n’ por obra de la guerra rel�mpago de Bush (ver A. Negri: “Armas y petr�leo: pol�tica de poder y guerra por la energ�a”; en L. Bimbi: No en mi nombre, cit. P�g. 49 y sigtes.; M. Klare: “Los verdaderos planes de George W. Bush”, en L. Bimbi: ob. cit., p�g 63 y sigtes.).

As� las cosas, en estos momentos todo parece indicar que las transnacionales han decidido posesionarse de la riqueza de los Estados del Tercer Mundo, sin tener que someterse a sus leyes y gobiernos, como estaban obligadas a hacerlo en el pasado. Y para ello disponen del apoyo incondicional de un s�per Estado (los Estados Unidos de Bush) que maneja alternativamente dos instrumentos: los convenios comerciales y la guerra (dec�a Clausevitz que la guerra es la continuaci�n de la diplomacia por otros medios). A Irak le toc� la guerra; a nosotros, por ahora, nos recetan el CAfta-DR, pero el objetivo es el mismo (A. Montero Mej�a: La globalizaci�n contra los pueblos; San Jos�, 1998; M. J. Fari�as Dulce: Mercado sin ciudadan�a: las falacias de la globalizaci�n liberal; Madrid, 2005).

Se trata, en suma, de la nueva simbiosis: el gobierno norteamericano fuerza los cerrojos jur�dico-pol�ticos de Centroam�rica, las transnacionales hacen los negocios y le retribuyen en t�rminos de poder efectivo, econ�mico y pol�tico; con lo cual se realiza un viejo sue�o de los halcones republicanos. Yo creo que �stos siempre consideraron que nuestros peque�os Estados nacieron de una equivocaci�n hist�rica: nuestros pr�ceres aspiraban a fundar Estados en vez de pasar de una colonizaci�n deficiente, como era la espa�ola, a una colonizaci�n eficiente, como pod�a ser la inglesa, la francesa o, andando el tiempo, la norteamericana. Como dijimos al principio, �sta �ltima ha intervenido, cuando pudo, para corregir aquella equivocaci�n, ya imponiendo gobiernos, ya ocupando pa�ses �qu� hizo, si no, en su momento, con Cuba, Puerto Rico y Filipinas? Y recu�rdese que con ese mismo prop�sito fue despojando a M�xico de m�s de la mitad de su territorio; que William Walker quiso a su modo hacer algo similar con Am�rica Central. Y en fin �qu� hizo el gobierno yanqui con Panam�? �qu� hizo con Nicaragua, con Guatemala? Etc, etc. (v�ase, en primer�simo lugar: William Walker: La guerra de Nicaragua; San Jos�, 1970; y adem�s P�o Bola�os: G�nesis de la intervenci�n norteamericana en Nicaragua; Managua, 1984; G. Selser: El rapto de Panam�; San Jos�, 1977; O. R. Vargas: La intervenci�n norteamericana y sus consecuencias. Nicaragua 1910-1925; Managua, 1989; y A. Barahona, M. Fern�ndez y M.E. Trejos: Obra y lugar citados)..

De la invasi�n de Walker resultaron infinitas desgracias, pero, al menos en lo que ata�e a la soberan�a, salimos bien librados los pa�ses centroamericanos. Sin embargo -seg�n los halcones- el tiempo habr�a demostrado (transcurrieron ciento cincuenta a�os desde entonces) que nuestros esfuerzos de autogobierno eran tentativas hist�ricas inid�neas: se habr�a dado vida a simples remedos o caricaturas pol�ticas que no merec�an ser verdaderos Estados, porque los gobiernos de turno fueron corruptos y sus pueblos eran ignorantes e incapaces de tomar decisiones (Cfr. F.J. Urrutia: Los Estados Unidos y las Rep�blicas hispanoamericanas; Madrid, 1918, citado por R. Blanco-Fombona: El pensamiento vivo de Bol�var; Buenos Aires, 1942) .

De modo que, ahora que aquellos halcones se encuentran en posesi�n de la fuerza necesaria, parecer�a llegado el momento de reducir los ricos pero deficitarios pa�ses del Tercer Mundo a lo que merec�amos ser desde el principio: territorios y poblaciones administrados con vista a conseguir objetivos fijados desde las metr�polis. Y el itinerario a seguir con ese prop�sito pas� por el engrosamiento de la deuda externa, por los programas de ajuste estructural y, ahora, por los mal llamados tratados de libre comercio.

Pero la trama, urdida sistem�ticamente durante a�os, se despliega ahora ante nuestros ojos, y nadie podr� llamarse a enga�o: es s�lo cuesti�n de tiempo para que nuestros pueblos empobrecidos y futbolizados empiecen a tomar conciencia del asunto. Por eso fue que en Guatemala y en Per�, la aprobaci�n legislativa del ominoso acuerdo tuvo lugar ‘con alevos�a y nocturnidad’; y por eso la prisa y el nerviosismo se adue�an de nuestro Gobierno, de la mayor�a mec�nica de la Asamblea, de los medios mediatizados y hasta de los propios corifeos del ‘State Departament’.

Por eso en los �ltimos meses han aparecido ‘por casualidad’ acad�micos yanquis afanosos de exorcizar la aureola de ‘filibusterismo’ que flota alrededor del CAfta-DR; o las pat�ticas figuras de Openheimer y Montaner, tratando de sacarnos de nuestra ‘idiocia latinoamericana’.

�Otro mundo es posible� y lentamente, precariamente, est� en marcha!

Otro mundo ser� posible, en la medida en que la gente logre mirar a los campeones del individualismo posesivo, no como los portadores del bienestar general (si alguna vez hubieran �stos querido algo as�, lo tendr�amos hace tiempo!), sino como lo que son: agentes, conscientes o no, de la ‘l�gica del capital’, que es la l�gica de la inhumanidad (desigualdad, discriminaci�n, miseria, muerte).

V. La experiencia del NAFTA y de los acuerdos bilaterales de inversi�n

Siendo el NAfta. (Acuerdo de Libre Comercio de Am�rica del Norte) el modelo adoptado casi literalmente por los redactores de nuestro CAfta-DR, me parece muy importante mostrar lo que algunos estudiosos han determinado en relaci�n con la normativa del Cap�tulo 11 del primero, que est� fielmente reproducida en el Cap�tulo 10 del CAfta-DR, y ata�e al r�gimen de las inversiones.

Quienes negocian el ALCA proponen incorporar en este tratado el Cap�tulo 11 del TLCAN. El borrador del ALCA fue publicado por el Comit� de Negociaciones del Tratado del ALCA en julio del a�o 2001. El an�lisis realizado por grupos de investigaci�n sugiere que el borrador incluye, virtualmente al pie de la letra, la totalidad del texto del TLCAN en lo que se refiere a los mecanismos de relaci�n entre el Estado y los inversionistas, lo que permitir�a a las corporaciones extranjeras gozar de derechos especiales en la utilizaci�n de instancias de arbitraje internacional, a puertas cerradas y sin estar sujetas a dar cuenta de sus acciones, en lugar de utilizar los tribunales nacionales, disolvi�ndose as� leyes y reglamentos promulgados democr�ticamente en todas las Am�ricas, tal como est� ya sucediendo en Norteam�rica.

Tradicionalmente, los gobiernos han interpretado su mandato como servidores del inter�s p�blico y por eso, responsables de regular las actividades de las corporaciones. Esto significaba que el papel del gobierno, por ejemplo, consist�a en asegurar la protecci�n del medio ambiente contra la degradaci�n, y asegurar un justo trato a los trabajadores. Pero el mecanismo de relaci�n entre inversionistas y el Estado establecido en el Cap�tulo 11 de TLCAN est� transformando esta relaci�n hist�rica en su mismo n�cleo. El objetivo primario del Cap�tulo 11 es limitar la capacidad de gobierno de proteger el medio ambiente, la salud y otros valores p�blicos frente a los intereses comerciales Estas medidas hacen cada vez m�s dif�cil para los gobiernos cumplir con el mandato de proteger los derechos de los ciudadanos que los han elegido.

Sin perder tiempo, las corporaciones tomaron ventaja de las oportunidades que les abr�a el Cap�tulo 11. Cerca de quince demandas legales ya han sido presentadas para atacar, en el coraz�n mismo, la capacidad de los gobiernos de producir orientaciones pol�ticas y de salvaguardar la soberan�a nacional, en particular en lo que se refiere a la emisi�n de leyes para la protecci�n del medio ambiente. La informaci�n sobre estos casos relacionados con el Cap�tulo 11 es muy incompleta, y es as� como un directo resultado de las reglas del TLCAN, que busca cubrir los hechos con el manto de la secretividad, en completo contraste con la apertura al p�blico que establece la jurisprudencia de los tribunales nacionales. A pesar de esta informaci�n tan reducida, incluimos cuatro breves ejemplos de M�xico, Estados Unidos y Canad�, en los que presentamos lo que sabemos acerca de algunas demandas bajo los mecanismos establecidos en el TLCAN para la relaci�n entre el Estado y los inversionistas.

CASO UNO: ETHYL CORPORATlON CONTRA CANAD�

Canad� prohibe la importaci�n de un aditivo para la gasolina llamado MMT, producido por Ethyl Corporation, una empresa estadounidense con base en Virginia. El gobierno canadiense tiene evidencias de que el MMT es nocivo tanto para la salud como para el medio ambiente. Los funcionarios canadienses estaban confiados en ganar el caso, en el que la empresa demand� al Estado de Canad� en octubre 97 por prohibirle el uso del aditivo. Sin embargo, a pesar de que el TLCAN permite a los gobiernos promulgar leyes para la protecci�n del medio ambiente, las deliberaciones del tribunal hac�an ver con claridad que Canad� iba a perder el caso. En lugar de verse obligados a pagar la indemnizaci�n reclamada por Ethyl, de 250 millones de d�lares americanos, por la p�rdida de futuras ganancias, Canad� acept� un arreglo fuera de la Corte bajo las siguientes condiciones pagar a Ethyl 13 millones de d�lares americanos, anular la prohibici�n del MMT en la gasolina, y dar una disculpa p�blica a Ethyl por haber afirmado que su producto era nocivo. Todos los procesos se desarrollaron de forma secreta, de acuerdo a lo estipulado en el cap�tulo de previsiones para las inversiones en el TLCAN y todos fueron criticados ampliamente por la opini�n p�blica de Canad�. El caso represent� un duro despertar a los impactos de expropiaci�n de la soberan�a ya temidos cuando se firm� el TLCAN. El resultado ha sido un deterioro directo de la salud y del medio ambiente en Canad�.

CASO DOS: S.D. MYERS CONTRA CANAD�

En octubre de 1998, S.D. Myers Inc., empresa con base en Estados Unidos que se dedica al tratamiento de transformadores el�ctricos que tienen el t�xico PCB, hizo un reclamo a Canad� por 30 millones de d�lares americanos por p�rdidas que habr�a tenido durante la prohibici�n entre los a�os 1995-1997 de la exportaci�n de desechos de PCB desde Canad�. El gobierno canadiense mantiene que Canad� est� obligado por convenciones internacionales que estipulan que los desechos de PCB deben ser destruidos de una manera que proteja el medio ambiente, y argumenta que las normas de los Estados Unidos para desembarazarse de desechos de PCB no son tan exigentes como las canadienses. Los desechos fueron destruidos en un lugar canadiense de Alberta y la prohibici�n se revoc� en 1997. El gobierno de los Estados Unidos, por su parte, controla tambi�n el movimiento transfronterizo de desechos de PCB. En noviembre del a�o 2000 el tribunal declar� que la prohibici�n contraven�a el Cap�tulo 11 del TLCAN en lo que se refiere al trato de nacionales y a las normas m�nimas del trato de inversionistas extranjeros. El caso est� pendiente y el tribunal est� ahora determinando si S.D. Myers sufri� da�os. Canad� ha presentado una demanda de amparo ante la Corte federal canadiense para protegerse de la sentencia del tribunal, argumentando, entre otras razones, que esa sentencia entrar�a en conflicto con la pol�tica establecida en Canad�, que requiere que desembarazarse del PCB y de sus desechos debe hacerse en Canad� cumpliendo con la Convenci�n de Basilea, que regula estrictamente la disposici�n del movimiento transfronterizo de desechos peligrosos.

CASO TRES: METHANEX CORP. CONTRA ESTADOS UNIDOS

Esta compa��a canadiense, con sede en Vancouver, est� demandando desde finales del a�o 1999 al gobierno de Estados Unidos por 970 millones de d�lares americanos porque el Estado de California orden� terminar para el a�o 2002 la producci�n del qu�mico MTBE, un aditivo para el gas basado en el metanol. A mediados de los a�os 90 se introdujo el MTBE para incrementar la eficiencia en la combusti�n del gas y reducir la contaminaci�n, aunque ya exist�a la preocupaci�n de que una fuga en los tanques subterr�neos podr�a contaminar los mantos de agua. Usando las reglas del TLCAN, Methanex sostiene que el valor de sus acciones y su ganancia potencial han sido dr�sticamente afectados por la controversia, resultando en una expropiaci�n de sus ganancias futuras, en precios menores para su producto y en incremento de costos. Reclama da�os basados en la p�rdida de valor de sus acciones. Debido a las preocupaciones sobre la contaminaci�n de las aguas, el gobernador de California habla del MTBE como “un gran riesgo” para el medio ambiente de su Estado. En una carta dirigida a Robert Zoellick, representante comercial de los Estados Unidos, catorce representantes y senadores californianos expresaron sus inquietudes relativas al caso del MTBE: Como legisladores del Estado de California consideramos un problema que se nos indique por funcionarios comerciales lejanos a nuestro medio, y que no han sido democr�ticamente elegidos, qu� tipo de paradigmas y normas tenemos que aplicar en la promulgaci�n de leyes para la protecci�n del medio ambiente y de la salud del pueblo de nuestro Estado. La resoluci�n de este caso va a ser important�sima en lo que se refiere al Cap�tulo 11 del TLCAN. Si la sentencia favorece a Methanex, muchas otras compa��as van a presentar demandas similares contra las leyes del medio ambiente que no les favorecen. Esto colocar�a a los gobiernos de Canad� y de Estados Unidos bajo una inmensa presi�n p�blica para cambiar aspectos del acuerdo del TLCAN.

CASO CUATRO: METALCLAD CONTRA M�XICO

Esta reclamaci�n contra el gobierno de M�xico fue hecha en octubre de 1997 por una compa��a americana dedicada al tratamiento de desechos. Metalclad compro una compa��a mexicana dedicada a esto mismo, la cual, con conocimiento de causa, hab�a contravenido la ley de Guadalcazar, el lugar en el cual Metalclad propon�a establecer su planta de tratamiento. El sitio hab�a sido administrado p�simamente y las reservas locales de agua hab�an sido contaminadas. La municipalidad neg� la licencia de operaci�n. El gobernador hab�a considerado el lugar como un peligro ambiental para las comunidades circunvecinas, y orden� el cierre de la planta. M�s tarde declar� el lugar como parte de una zona ecol�gica de 600 mil acres. Metalclad reclam� que el Estado mexicano contravino el Cap�tulo 11 del TLCAN declarando su sitio de tratamiento de desechos una zona ecol�gica caus�ndole la p�rdida de su inversi�n y ganancias potenciales por 90 millones de d�lares americanos por raz�n de la expropiaci�n, una cifra mayor que la ganancia anual todas las familias del municipio en el que se encuentra la planta de Metalclad. En agosto del 2000, un tribunal. determin� que M�xico hab�a contravenido las estipulaciones del Cap�tulo 11 sobre las inversiones y otorg� a Metalclad la suma de 16.7 millones de d�lares, la cantidad que esta empresa hab�a gastado en la inversi�n. El gobierno de M�xico apel� la resoluci�n ante la Suprema Corte de Columbia Brit�nica, donde se realizaron las investigaciones del caso. La apelaci�n a�n est� en proceso. Este caso abre importantes cuestiones en lo que se refiere a la capacidad de los gobiernos nacionales y de los gobiernos locales de poder conservar su autoridad ante los inversionistas extranjeros al implementar controles para la defensa del medio ambiente.

ESTA EN JUEGO EL FUTURO DEL CONTINENTE

Muchas cosas est�n en juego en las negociaciones del ALCA. Los procesos legales que han resultado como consecuencia del Cap�tulo 11 nos hacen prever lo que se les viene encima a los gobiernos soberanos si el ALCA se firma en su estado actual. Quienes promueven los tratados de libre comercio los describen, con benignidad, como una forma simple y f�cil de promover el intercambio de bienes entre los pa�ses. Pero, de hecho, los tratados se refieren no tanto al comercio sino a las inversiones, permitiendo a las corporaciones el mover el capital a donde les sea m�s ventajoso. El capital puede cruzar sin problemas las fronteras, pero los tratados, incluyendo el TLCAN, no permiten a los trabajadores moverse con una libertad semejante. El objetivo del ALCA era y sigue siendo extender los alcances del TLCAN a 31 pa�ses m�s, localizados en el hemisferio occidental, combinando, como establece el Cap�tulo 11, poderosas restricciones a la autonom�a de las decisiones pol�ticas nacionales con un proteccionismo sin precedentes de los derechos de propiedad de las corporaciones inversionistas.

El gobierno canadiense se encuentra sometido a una abundante presi�n de la opini�n p�blica a medida que los canadienses se van dando cuenta de que el TLCAN, y en particular el Cap�tulo 11, erosiona el poder de todos los niveles de gobierno tanto en la provisi�n de servicios p�blicos como en su capacidad de actuar buscando el mejor beneficio de sus ciudadanos. El Ministro de Comercio canadiense hab�a hecho la promesa de usar su influencia para que el Cap�tulo 11 fuera modificado, pero antes de la Cumbre de Quebec (abril 2001) un grupo de corporaciones hizo p�blica una carta en la que ped�an que el Cap�tulo 11 no se modificara. El gobierno de Ottawa dio marcha atr�s a su intento, sugiriendo que lo �nico que desea es clarificar la intenci�n de esta cl�usula�”

VI. La posici�n de Centroam�rica

Los casos planteados nos permiten apreciar c�mo les est� yendo a M�xico y Canad� con los inversionistas del NAfta, a pesar de que son Estados poderosos. Por virtud del Cap�tulo 11 (Inversiones) las empresas inversionistas los han llevado a tribunales arbitrales y los han vapuleado, a pesar de contar, en comparaci�n con nosotros, con mucho mayores recursos para defenderse. Pensemos un poco, ahora, acerca de lo que nos pasar�a a nosotros si nos ponemos en las mismas condiciones contractuales.

El NAfta y el CAfta-DR son, literalmente, como dos gotas de agua; la diferencia est� en las realidades que ambos regulan. Mientras el NAfta es una relaci�n entre gigantes, el CAfta-DR es una relaci�n entre un gigante y cinco hormigas: los resultados van a ser muy diferentes, y no ser�n los Estados Unidos los que lleven la peor parte.

a) La esquizofrenia del CAfta-DR:

Los centroamericanos firmamos un ‘tratado’; los estadunidenses firmaron un ‘agreement’. Las leyes ordinarias de los Estados de Centroam�rica quedan situadas, en la jerarqu�a de las fuentes normativas, por debajo del CAfta-DR; la ‘Implementation Act’ aprobada por el Congreso norteamericano al promulgar el CAfta-DR, pone a �ste por debajo de la legislaci�n federal, estatal y local, presente y futura, de los Estados Unidos;

b) La falta de mecanismos jur�dicos ‘protectores’

El fen�meno de las asimetr�as entre partes contratantes ya hab�a sido observada y, a su modo, resuelta por los bizantinos, y est� para demostrarlo su doctrina del favor debitoris en Derecho privado, que reconoce precisamente la vulnerabilidad del deudor frente a su acreedor (ver, entre muchos, Giuseppe Branca: “El cumplimiento (derecho romano e intermedio)”, en la Enciclopedia del Diritto; Mil�n, 1958; Tomo I); y en �poca reciente, la asimetr�a observada en las relaciones de trabajo es pr�cticamente el punto de arranque de toda la legislaci�n y la doctrina laborales (v�ase, por todos, Francesco Santoro-Passarelli: Nociones del Derecho del trabajo; N�poles, 1963; p�g. 11 y sigtes.).

Pues bien, al igual que el derecho laboral, el derecho del consumidor, etc., que constituyen reg�menes protectores de la parte d�bil de la relaci�n, tambi�n el derecho internacional, pero sobre todo la pr�ctica de las relaciones internacionales entre naciones amigas, deber�a contemplar la constituci�n de reg�menes protectores de los Estados d�biles. En concreto, el CAfta-DR debi� establecer un r�gimen protector o compensatorio (un ‘derecho desigual’) en beneficio de los Estados peque�os, frente al Estado grande y las grandes transnacionales, para compensar las desventajas ‘DE HECHO’ que padecen los primeros. Porque las asimetr�as, apreciables con respecto a las dimensiones geogr�ficas, demogr�ficas, econ�micas, militares, etc., que resultan de la comparaci�n entre los Estados Unidos y los pa�ses Centroamericanos en su conjunto, o cada uno de ellos por separado, tuvo que haber inspirado, en nuestros esforzados negociadores, la redacci�n de cl�usulas compensatorias que, en su conjunto, significaran una equiparaci�n de posiciones entre todos los sujetos contratantes.

Pero no fue as�, como lo explica el profesor Juan Manuel Villasuso (en su art�culo titulado: ‘ASIMETR�AS JUR�DICAS EN EL TLC’ : “�Cuando se iniciaron las negociaciones del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos en enero de 2003, uno de los temas que mayores interrogantes generaron fue el de las asimetr�as, y en particular, la forma en que esas asimetr�as ser�an compensadas por Estados Unidos. Formidables asimetr�as. Se esperaba que de un convenio entre cinco pa�ses peque�os y pobres con una naci�n grande y poderosa como Estados Unidos surgir�a una agenda amplia de cooperaci�n que ayudara a las rep�blicas centroamericanas no solo a superar obst�culos y carencias propias del subdesarrollo, como la infraestructura deficiente o la reducida inversi�n en ciencia y tecnolog�a, sino tambi�n a amortiguar las formidables diferencias en la estructura productiva y en las pol�ticas econ�micas. Las asimetr�as eran enormes y se esperaba un trato “especial y diferenciado”, como se denomina en la jerga del comercio internacional. �C�mo comparar el tama�o y la capacidad productiva de las empresas norteamericanas con las de Costa Rica y el resto de Centroam�rica? �C�mo contrastar el ingreso de una familia de Ohio o de la Florida, que sobrepasa los $60 mil al a�o, con el de un nicarag�ense de Rivas o un costarricense de Zarcero? Alg�n contrapeso ameritaban esos desbalances. Era evidente, adem�s, que Estados Unidos no estaba dispuesto a transar sobre subsidios y ayudas internas a los agricultores norteamericanos, que en el algunos productos como arroz, ma�z, az�car o l�cteos representan entre un 30% y un 50% del precio y en total sobrepasan los $75 mil millones anuales. Este aspecto introduc�a una asimetr�a adicional. Lamentablemente estas y otras disparidades no fueron consideradas de manera expl�cita y, por lo tanto, no se construy� una agenda de cooperaci�n sustantiva para ayudar a los pa�ses a enfrentar la apertura frente a un socio comercial gigantesco. La negociaci�n, se se�al� enf�ticamente, se bas� en la reciprocidad, o sea, se hizo bajo la ficci�n de que se trataba de un acuerdo entre iguales�”

Esa ficticia equiparaci�n, cuyos resultados se prev�, me recuerda la frase de Anatole France: “infinita sabidur�a de la ley que prohibe por igual, a ricos y a pobres, dormir bajo los puentes”.

Veremos que el Cap�tulo 10 del CAfta-DR obliga por igual a Estados Unidos y a Honduras, pero �por qu� no tiembla el gobierno de Estados Unidos ante las ventajas excesivas que dicho articulado le confiere a los inversionistas hondure�os que decidan establecerse en territorio norteamericano? �Por qu� Honduras tendr�a razonablemente que temer en la situaci�n inversa? Est� a la vista el desprop�sito de considerar iguales dos situaciones de hecho que est�n lej�simos de serlo. Pero los negociadores norteamericanos hacen que no lo ven, �Por qu� se niega Estados Unidos a introducir medidas compensatorias que permitan a nuestros gobiernos discutir con ellos y con sus transnacionales en un pie de igualdad?

Frente a la realidad de las brutales asimetr�as econ�micas entre un Estado peque�o y d�bil por una parte, y las grandes transnacionales y el s�perEstado por la otra, lo equitativo es darle al Estado d�bil una serie de ventajas que le permitan compensar aquellas desventajas. Esa es la funci�n de un derecho ‘protector’, que en este caso es el derecho justo: ante diferencias de hecho que conduzcan a situaciones injustas, el derecho, para ser justo, debe corregir y contrarrestar aquellas diferencias de hecho. Eso es lo que no hemos tenido en el CAfta-DR.

�Debemos sorprendernos? Conociendo los antecedentes, entonces resulta transparente la insistencia en las asimetr�as que el convenio presenta, buscadas y mantenidas a toda costa; las cuales obedecen a la dualidad de prop�sitos que la negociaci�n se propone conseguir: frente a los Estados Unidos: Estado que sobrevivir� sin esfuerzo, y m�s bien saldr� reforzado, pues sus dimensiones y su posici�n dominante lo defienden, el CAfta-DR coloca, en un plano de perfecta paridad, a los pa�ses de Centroam�rica, a los que se busca debilitar, pues se sabe (por la experiencia con el NAfta y los , que no podr�n resistir la interacci�n con empresas transnacionales de medianas dimensiones; qu� decir con las gigantes?

Columnista huésped | 16 de Julio 2006

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