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La quema del mes�n

Luko Hilje | 11 de Abril 2006

Por mis actividades profesionales en el campo agr�cola, con frecuencia me topo con debates acerca de la transferencia y adopci�n de nuevas tecnolog�as por parte de los productores. Son casi incontables las metodolog�as, foros, publicaciones, etc. alusivas a tan importante tema, que lo es, porque es sumamente frustrante que los esfuerzos y aportes de la investigaci�n generada por las universidades y otra instituciones no llegue donde se necesita: a la parcela del agricultor. Sin embargo, siempre he abrigado la convicci�n de que, si una tecnolog�a es eficaz y sencilla de aplicar, su transferencia y adopci�n se difundir�n de manera espont�nea entre los agricultores.

Esta reflexi�n viene a prop�sito de la quema del mes�n de Guerra (llamado as� por ser la casa del se�or Francisco Guerra) en Rivas, Nicaragua, cuando el 11 de abril de 1856 el Estado Mayor de nuestro ej�rcito dio la orden de incendiarlo, para acabar as� con el invasor William Walker y los soldados ah� albergados.

Y esto es as� porque (aunque es posible que ya se hubiera aplicado en otras guerras), aparentemente el primero en utilizar esta t�cnica en la regi�n fue un soldado nicarag�ense de apellido Fajardo, quien fue abatido en su intento. Pero tomar�a su tea Emmanuel Mongalo, aquel maestro e idealista rivense de apenas 21 a�os de edad, y ese 29 de junio de 1855 forzar�a a los filibusteros a abandonar su Rivas natal, derrotados. Afortunado, saldr�a airoso y hasta tendr�a voluntad y tiempo para escribir su Compendio de geograf�a, pues no morir�a sino hasta 1874.

Asimismo, durante la breve pero definitoria batalla del 20 de marzo de 1856 en Santa Rosa, sabiendo que la mayor�a de los filibusteros estaba dentro de la casona de dicha hacienda, el coronel Lorenzo Salazar ya hab�a recibido aprobaci�n a su solicitud para incendiarla, de parte del general Jos� Joaqu�n Mora. Pero esto no ocurri� porque, de s�bito, el capit�n Jos� Mar�a Guti�rrez se abalanz� con sus tropas sobre aqu�lla -donde perder�a su vida-, alcanz�ndose la victoria con el empleo de las armas.

Retornando a lo acontecido en Rivas, no cabe duda de que la decisi�n del Estado Mayor fue atinada. Adem�s de ocupar una posici�n central en el teatro del combate, las paredes de adobe del mes�n eran muy s�lidas, casi inexpugnables; pero, astutos, los filibusteros hab�an hecho claraboyas para disparar desde el interior, y con visibilidad hacia los cuatro costados de la cuadra. Es decir, era un sitio �ptimo para aniquilar a sus nuestros combatientes. No obstante, ten�a su tal�n de Aquiles, las esquinas, donde la armaz�n de madera del alero y las ca�as que lo recubr�an no eran tan altos y, por su inflamabilidad, arder�an r�pidamente.

Tras analizar las posiciones filibusteras, por la tarde se resolvi� aplicar el fuego en la esquina suroeste del mes�n, diagonal a la casa-cuartel ocupada por el mayor Juan Francisco Corrales, en la cual predominaban soldados alajuelenses. Pero, al buscar las mechas incendiarias y el alquitr�n para hacer una tea -lo cual demuestra que esta t�cnica estaba prevista en el repertorio de guerra-, la tropa se percat� de que alg�n negligente (�qu� raro!) las hab�a dejado en Liberia. Hubo entonces que improvisar una antorcha.

Listos el plan y la herramienta, faltaba lo m�s dif�cil: un voluntario para acometer tan temeraria empresa. Pero pronto se ofreci� el valeroso teniente Luis Pacheco Bertora, quien cruz� la calle y, cuando cumpl�a su misi�n, fue seriamente herido. De inmediato, raudo emergi� el nicarag�ense Joaqu�n Rosales para recoger su antorcha y, cuando la aplicaba al alero, cay� acribillado, tras lo cual los filibusteros aplacaron las llamas.

Exasperante situaci�n, sin duda. Pero… hab�a que intentarlo de nuevo. Entonces, bajo el sofocante calor del verano y el fuerte olor a p�lvora permeando el aire, con el sudor manando copioso de su cuerpo y el impetuoso batir de su coraz�n impulsando su agitada sangre, se desprende del cuartel un humilde muchacho llamado Juan Santamar�a. Enfrentado a la profusa metralla enemiga, tras dos intentos por lograrlo… por fin el crepitar de llamas devorando la ca�uela del cielorraso marca el cl�max de esa haza�a valerosa y victoriosa. Para la historia, tan sublime y �pico momento qued� retratado en la hermosa imagen de la pen�ltima estrofa del himno dedicado a �l, de don Emilio Pacheco Cooper: �Y avanza y avanza; el plomo homicida / lo hiere sin tregua e inf�ndele ardor, / y en tanto que heroico exhala la vida / se escucha el incendio rugir vengador�.

No obstante, tan divulgada y casi solemne imagen ha sido cuestionada por algunos historiadores. Dicen que el mes�n nunca se quem�, lo cual tiene sustento en varias evidencias. En mi concepto, hay dos bien claras. Aunque era un edificio grande, que ocupaba casi una cuadra, lo l�gico es que las llamas, avivadas por los fuertes vientos de la estaci�n seca, hubieran consumido con gran celeridad la ca�uela del cielorraso y toda la armaz�n de madera sobre la que reposaba el techo, de modo que �ste se hubiera desplomado en una o dos horas, forzando a los filibusteros a salir. Sin embargo, �stos permanecieron all� hasta la madrugada cuando, de manera astuta, se escabulleron.

Cuando, a las cinco de la ma�ana del d�a siguiente nuestro ej�rcito se aprestaba a dar el golpe final, ya aqu�llos no estaban. De hecho, Walker hab�a sopesado su inferioridad en fuerzas y municiones, incapaz de sostener un combate frontal de incluso pocas horas. La v�spera, informadas de la situaci�n, hab�an acudido dos nuestras tropas de 300 hombres cada una. Avanzada la tarde hab�a llegado la de La Virgen, con Juan Alfaro Ruiz y Daniel Escalante a la cabeza, cuyas acciones ser�an formidables. Y, cerca de la medianoche, arribar�a la de San Juan del Sur, guiada por el mayor M�ximo Blanco, que casi de inmediato empez� a cavar trincheras.

En mi opini�n, esto no demerita en absoluto el acto de la quema del mes�n. Es cierto que no fue �el� factor determinante en dicha batalla, sino �uno� de ellos, dados los numerosos y an�nimos actos de heroicidad de nuestros valerosos combatientes ese d�a. Pero es sumamente importante pues, adem�s de representar el �ltimo encuentro frontal contra el invasor ese glorioso 11 de abril, simboliza el coraje y la valent�a de un pueblo dispuesto a los mayores riesgos imaginables, con tal de combatir al esclavista opresor y preservar nuestra libertad. Y ese d�a, tan caros valores se encarnar�an en tres hombres: el valeroso Pacheco, el internacionalista Rosales y el temerario Santamar�a.

De los tres, en mis indagaciones no he hallado rastro alguno de Rosales. Por su parte, Pacheco encabezaba la lista de heridos del hospital de campa�a establecido esa misma tarde en Rivas por el Dr. Karl Hoffmann, en la cual se consignaba que era primer teniente, originario de San Jos� (aunque viv�a en Cartago) y su estado era grave, tras recibir dos balazos en el pecho y uno en el hombro. El se recuperar�a, y cuatro a�os despu�s, en ese ominoso setiembre de 1860, ir�nicamente, participar�a en el batall�n que combati� y captur� a don Juanito Mora a su regreso del exilio en El Salvador, tras lo cual �ste ser�a fusilado en Puntarenas.

Santamar�a es hoy nuestro h�roe nacional. Pero, como algunos incluso hasta dudan de su existencia, merece de sobra que le dediquemos un art�culo completo. S�. Ser� el pr�ximo de esta serie.

Luko Hilje | 11 de Abril 2006

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